Vivo en un lugar donde se lleva poco la
ropa de entretiempo: jerséis finos, gabardinas, nada de esto es demasiado útil
por aquí. Hace dos semanas aún era verano por estos lares y hace una comenzó el
mal tiempo. Aquí no cae el invierno, sino que se desploma sobre nuestras
cabezas, como el cielo que tanto temen los galos de Astérix.
Esta temporada, a diferencia de la
anterior, el otoño no ha consistido en un lento broncearse de las hojas: una
fuerte lluvia las arrancó casi todas y, al día siguiente, el viento se llevó
las que quedaban.
Las fotos otoñales que hice el otro día
en la chopera se benefician, a cambio, de un imprevisto cuidado que se han
tomado este año los responsables de su mantenimiento: han desbrozado los
márgenes del camino, que ahora parece muchísimo más amplio y han limpiado el
cauce de las acequias que la riegan, acequias que canalizan el agua para
inundar las parcelas cuando se considera necesario.
El resultado ha sido muy contundente con
la maleza: ha desaparecido, adiós a las fotos de cardos que hice el otoño
pasado. A cambio he podido fotografiar las acequias como grietas espejeantes,
pequeños abismos plateados o grandes arañazos paralelos al camino.
Tomé el martes por la mañana, un día gris
pero no muy oscuro, el rumbo de esta zona, que poco a poco va ganando el status
de parque cuasinatural de Monzón, por donde serpentean caminantes, chuchos,
ciclistas o atletas en su entrenamiento diario.
Provisto de una Canon EOS, me dediqué a
hacer fotos verticales de acequias puestas en fuga que reflejaban un cielo muy
blanco.
Como me gustaron, he seleccionado algunas
y las he puesto aquí: las acequias me parecían un misterioso signo de
puntuación en el paisaje, además las fotos están recortadas para subrayar su
verticalidad, como queriendo indicar que utilizo la chopera como lugar de
retiro espiritual (o algo así).
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