domingo, 10 de noviembre de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 15

9.                          LOS DUEÑOS DE LAS CALLES

Parece que un cómputo estrafalario de eras geológicas se haya desplegado entre aquellos tiempos, en mi mente tan lejanos, y el presente en el cual rememoro aquellas insustanciales hazañas, las de un crío perdido en la confusión y la ignorancia, tratando de identificar la dirección y el sentido de sus anhelos, vectores entonces embrionarios que, pudiendo haberme conducido a algún lugar de la vida, me confinaron en un insulso tiovivo, en el que se consumieron muchas vueltas, mientras yo mataba el tiempo con algunas desdichadas ocupaciones, esperando con absurda impaciencia a hacerme mayor. Aunque no han pasado tantos años, aquella se ha cristalizado como una época nebulosa y mítica, arcaica y remota, de la que señalaré ahora un detalle de gran relevancia: apenas había coches en las calles, por lo tanto, éstas pertenecían, casi por entero a nosotros, a los ganapanes, a los chavales que correteábamos como perrillos en libertad. A lo largo de toda la calle Mayor había dos o tres vehículos aparcados: el Biscúter del fotógrafo (un minúsculo coche que no tenía marcha atrás y se estacionaba a empujones), el Seat 1400, un huevo de color marfil, grande, feo y desvencijado, propiedad del farmacéutico y, el más antigualla de todos, un “Pato” Citroen negro, con abultados guardabarros delanteros, como en los de las películas de gangsters. Hay que añadir un par más si era domingo y se habían dejado caer, a través de la frontera cercana, media docena de exóticos turistas franceses con ánimo de adquirir esas horrorosas bebidas que ellos ingieren y que no era capaz de trasegar ni mi padre: el Pernod, el Pastis y otras porquerías por el estilo que, por un insondable misterio de la economía, aquí podían comprar a un precio que para ellos era de risa, mientras que, en su país de origen, les costaban un ojo de la cara. De paso, el fotógrafo de la calle Mayor (el del Biscúter) intentaba venderles sin éxito unos espantosos souvenirs, unas sevillanas de trapo cuyos modelos reales jamás se habían apersonado en carne y hueso por Jaca y unos abrecartas en forma de sable, de un acero toledano que se oxidaba nada más echarle el aliento.

 
Un soleado jueves por la tarde nos hallábamos en la calle Mayor, en calidad de dueños de la misma, una parte de la chiquillería de mi clase. Los jueves por la tarde no teníamos escuela y, si nos juntábamos una docena o más y entre ellos estaba Vázquez, que tenía un balón de cuero, nos íbamos a jugar a los glacis de la Ciudadela, pero si estábamos pocos, o faltaba Vázquez con lo que sólo disponíamos de un pelotón de goma, jugábamos en la calle: el ancho de la calzada era la portería y los bordillos de las aceras, los postes, lo que daba lugar a marcadores abultados y no pocos conflictos. Si venía un coche, parábamos el partido. Creo que íbamos perdiendo por 24 a 19 y yo llevaba la pelota, cuando Rivero me dijo:

-¡Aquí Cagamanturrio, pasa!

Pero no le pasé y, percibiendo que el portero de ellos estaba despistado jugando con unas chapas, tiré desde medio campo con todas mis fuerzas. La pelota rebotó en un adoquín y se elevó yendo a parar al balcón de la señora de Quintana, que tenía muy mala leche y no nos la devolvió, con lo que aquella tarde se acabó el partido nada más empezar la segunda parte. Con la desventura añadida de que la pelota confiscada era del animal de Zaborras, el cual tras insultar un rato a la señora del balcón, con unas palabrotas que los demás no habíamos oído todavía, nos dio un par de rabiosas collejas a Rivero y a mí. Esto nos sentó muy mal a ambos y, como con Zaborras no podíamos, decidimos vengarnos en la señora de Quintana.

 
A partir de esa tarde, cuando pasábamos camino del colegio llamábamos al timbre del principal derecha, que era su piso y la martirizábamos:

 - ¿Quién llama? – Vociferaba desde arriba.

 - El de la cesta.

 - ¿Qué cesta?

 - La que lleva en el culo puesta. – Y nos íbamos corriendo alegremente, muy ufanos de nuestro ingenio.

 - ¿Es casa Consuelo?

 - No, aquí no es.

 - Pues, sin suelo, se va usted a dar un buen morrazo…

Luego ya no nos contestaban y entonces llamábamos aún más infatigablemente, hasta la malhadada mañana en que se abrió bruscamente el portal y el señor Quintana agarró a Rivero del pescuezo y comenzó a emprenderlo a pescozones. Yo salí, pies para qué os quiero, pitando y, cegado por el pánico, crucé la calle Mayor al galope sin percatarme de que un coche, el “Pato” Citroen negro, conducido por don Gregorio su dueño, venía de frente a mí que estampé mis rodillas en el parachoques delantero y la cabeza en el morro del vehículo, saliendo rebotado hacia atrás y cayendo como un costal sobre el empedrado de la calle, donde quedé tendido exánime, extendido boca arriba, como en la losa de una morgue a la espera del forense…
 
 

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