Debido a que no tengo carnet y no puedo
conducir, nunca me ha llamado la atención el mundo del automóvil. Un amigo mío,
para subrayar su ignorancia sobre el tema, decía conocer solo dos partes: “yo,
de coches, el volante y el caset”. Encima, este último componente ha quedado
tan obsoleto como la manivela que antes servía para arrancar el vehículo.
No obstante, no soy tan obtuso como para
no darme cuenta de que los de las cuatro ruedas son los enseres más
característicos de nuestro tiempo, hasta tal punto que su presencia hoy es la
que define nuestro hábitat, en el que todo el espacio se pliega a su absoluta
ubicuidad. En el lugar donde vivo es poco menos que risible aquella familia que
no posee dos en su ajuar, y hay especies protegidas que gozan de mejor status y
mayor atención pública que los peatones.
Leí hace bastante tiempo un libro, un
largo ensayo de Ernst Jünger, publicado en 1932, que se titula “El trabajador”
y, entre muchas afirmaciones políticas y filosóficas de asombrosa vigencia, la
que me pareció más premonitoria es la de que la posesión que iba a definir la
intimidad y la personalidad de los trabajadores sería, sí, lo adivinaste, el
automóvil. Muy poco después se creaba en Alemania la Wolkswagen (“Carro del
pueblo”), cuyo “escarabajo” estaba llamado a transportar al nuevo arquetipo
social. Y en ello continuamos: es imprescindible trabajar para adquirir un
vehículo que te permita ir al trabajo, con el fin de ganar el dinero para
costear un vehículo más grande… Muy pillo, el Jünger. Bien es verdad que, en
Estados Unidos, Henry Ford había descubierto, antes todavía, la misma noria.
Por eso se le santifica en la novela “Un Mundo Feliz”, de Huxley (otro profeta
de nuestro tiempo), donde la religión ha sido sustituida por el culto a Ford.
Sin llegar a tanto, hay un aspecto en el
que sí llaman mi atención los coches que saturan nuestro ecosistema: como
espejos del cielo (y, tal vez de modo engañoso, del paraíso)… Dado que hay
muchos propietarios cuidadosos, que tienen su vehículo aparcado impoluto,
limpio como los chorros del oro, aprovecho que en el capó se refleja el
firmamento y las más elevadas crestas del paisaje urbano para, si llevo una
cámara encima, captar una visión invertida y deformada de lo que puebla los
cielos, de lo que amuebla los horizontes, de reflejos y perspectivas curvas en
la brillante chapa esmaltada.
He de advertir que es una afición que no
recomiendo a nadie. Los dueños de los vehículos podrían comportarse como
hombres primitivos, si ven que estás robando el alma de su querido automóvil. O
simplemente, tu acción de retratar carrocerías puede ser tomada como una
impertinencia.
Aunque si eres un fotógrafo urbano, ya te
habrás topado con que tu actividad es tomada como una impertinencia o una
intromisión por gente celosa de su privacidad. Una vez, haciendo fotos a un
solar que me parecía pintoresco, fui confundido por su dueño con un empleado
municipal que tomaba alguna especie de pruebas, para incriminarle respecto de
alguna ordenanza en vigor y perjudicarle con alguna onerosa sanción. Me
aseguró, de muy mal talante, que “lo tenía todo en orden” y, cuando traté de
deshacer el malentendido, cambió tan solo la incomodidad por desconfianza. En otra
ocasión, fotografiaba unas bonitas flores en la verja del jardín de un paisano,
cuando éste pensó que yo debía ser “del seguro” y me preguntó con bastante
apremio, si “nos íbamos a hacer cargo de los daños del pedrisco o no”… Así que
estás avisado, el dueño del coche que estás fotografiando puede ser poco amable
si piensa que vas a robarle el “caset”.
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