Encuentro, entre las telarañas de mis
estantes de bibliófago, un mugriento y descuadernado ejemplar de “El monje”; lo
comienzo a hojear por ver si me acuerdo de qué iba y ¡click! La trampa se
cierra, como si se tratara de una atrapamoscas. Durante tres días no estoy para
nadie. Y eso que ya la había leído. Dos veces.
Hará unos 30 o 35 años, me brindaron la
oportunidad, en un periódico de ámbito local, de publicar una entrada
(quincenal) recomendando libros, por aquello de la promoción de la lectura.
Vale más que reconozca que no logré promocionarla gran cosa, pero ahí quedaron
mis pretenciosas pretensiones.
Hice una reseña de “El monje” y la he
encontrado. Me reconozco en el estilo una pizca cargante, pecando a la vez de pomposo
e ingenuo, y he sentido ese cariño exculpatorio que se experimenta por el
tontolculo que otrora fuimos.
Lo voy a transcribir, porque “El monje”
es un libro tremendamente válido como novela veraniega o para los grupos de
lectura que, últimamente, eclosionan como setas. Pero soy consciente de que la
reseña no le hace justicia, por lo que merece, al menos, dos acotaciones más.
En una diré que el libro es un complicado
mecanismo narrativo que funciona con la precisión de un reloj suizo. En
apariencia hay muchos relatos incrustados que, pudiendo parecer, a primera
vista, historias secundarias; luego resulta que encajan en un todo unitario,
donde el joven autor no ha dado una sola puntada sin hilo.
En la otra añadiré que, al ser una novela
de género, los personajes son, sin demasiados matices, arquetipos de la bondad,
la perversidad, la inocencia, la astucia o lo que les toque, lo que hace la
lectura muy clara, muy llana. Si tienes la suerte de no conocer esta novela y,
en nuestro ámbito cultural es poco conocida, vas a disfrutar como un gorrino en
un montón de estiércol tierno.
Ahí va la reseña. Las referencias están
bastante obsoletas y los ejemplos no tienen mucha vigencia: fue escrita, creo,
hacia 1979, así que “perdonen las disculpas”.
“La novela de género ha gozado en
cualquier época del favor masivo de los lectores. Los géneros, claro, han
cambiado: en el siglo XVI no había novelas del oeste, mientras que en la
actualidad, sólo los estudiosos leen las novelas de caballería que tan en boga
estaban en aquel entonces. Parece ser además, que nos hallamos ahora en un
momento de auge y diversificación de los géneros en la novela. Lo de moda que
está la novela negra y no es sino un apartado del género policiaco. Y acaparan
el interés de multitud de lectores las novelas de espionaje y de ciencia
ficción. Aún estoy por decir que en los últimos ocho o diez años han surgido y
se han impuesto dos géneros nuevos: la novela de terroristas y el género
petrolífero. En particular la novela de terroristas ha conseguido éxitos de
público apabullantes (“El quinto jinete”); un premio Nadal (“Lectura Insólita
del Capital”, muy recomendable); un premio Planeta (“Y Dios en la última
playa”), e incluso novelas dignas (“El mensajero”). El género petrolífero
también prolifera que es un gusto, con sus tópicos: jeques árabes pervertidos,
sus conspiraciones, lujo y orientalismo, algo refinado y muy superficial. El
último exponente: “La conspiración del golfo”.
¿Por qué se leen tanto las novelas de
género? Es sencillo. El fatigado lector busca su comodidad: asimilar lo
novedoso exige esfuerzo y cierta disposición mental; en cambio, cuando un
lector (o lectora) abre una novela del oeste, o una novela rosa (por citar dos
de los géneros más manoseados) ya sabe más de la mitad de la historia, la cual
ocurre además de un modo esperado (y aceptado) y desemboca en un desenlace
perfectamente convencional y preestablecido. ¿Y por qué decir que el lector de
novelas de género sabe previamente más de la mitad de la historia? Imaginemos
una genuina novela rosa. Antes de leerla ya sé que al protagonista no le
negrean las uñas, ni le huele el aliento, ni tampoco suele ir ebrio, pues de
este modo no podría jugar al tenis, esquiar, ni conducir deportivos. La
protagonista, a su vez, conviene que sea esbelta y que tenga personalidad y
astucia, pues de lo contrario las lectoras femeninas (mayoritarias) no podrían
identificarse con ella. Es deseable, asimismo, que uno de los dos sea rico, ya
que si tienen que trabajar un montón de horas (como nos ocurre a la chusma) no
tendrán tiempo de vivir un complejo y enrevesado idilio, de carácter romántico
y no sensual, cuyo destino invariable es una ceremonia nupcial, con el rito
católico de por medio si es aquí, y con el rito anglicano si es en Gran
Bretaña.
Todo esto sabe, y mucho más aunque no se
lo confiese un(a) lector(a) de novela rosa, aun antes de leer el título
concreto de la obra que tenga entre manos. Ahora bien, si le gustan los
convencionalismos en juego, se va a divertir un montón leyéndolos y no le va a
exigir ello ningún esfuerzo adaptativo: tendrá el cómodo placer de la lectura
de consumo, generalmente no enriquecedora.
Me gustaría comentar un par de títulos de
Corín Tellado, pero no he venido a eso. Quería, esta vez, reseñar un género
concreto, que está siendo rescatado del olvido, para alcanzar de nuevo el favor
popular. Se trata de la novela gótica, algo muy interesante, a mitad de camino
entre el folletín y las historias de terror. Algo necesariamente siniestro y
enrevesado, donde se mezclan amores pasionales y odios fulminantes, lo terreno
y lo ultraterreno, la devoción religiosa desmesurada y los pactos con el
diablo, aventuras con un ritmo desenfrenado y pasajes líricos como remansos. La
novela gótica es un género de finales del siglo XVIII, anterior al
Romanticismo, del cual podemos hallar muestras en “El castillo de Otranto”,
Melmoth el Errabundo y, sobre todo, la obra maestra de Matthew G. Lewis, “El
monje” (en Bruguera, Libro Amigo, como casi siempre).
Tiene “El monje” de particular, la virtud
de poder complacer a lectores muy diversos, cultos o ignorantes, ocasionales o
empedernidos, concienzudos o evasivos… No importa lo que busquen en un libro:
algo de lo que buscan se halla en esta novela truculenta y genial, escrita en
1795 por un inglés de 20 años.
“El monje”, en su día, provocó un
considerable escándalo: fue tildado de blasfemo y lascivo y, censurado en
parte, se publicó en ediciones “purificadas”.
El libro tiene cierta dosis de morbo,
pero no hay para tanto. Un lector actual, por muy seráfico que sea, puede
devorarlo de cabo a rabo sin verse jamás acometido de santa indignación. Y lo
que es más importante, tampoco se verá agredido por el aburrimiento.
El autor, inglés como ya he dicho, quiso
buscar un lugar exótico para tejer su intriga. No podía ser de otra forma: la
acción ocurre en España, no en la de charanga y pandereta, sino en la de
cerrado y sacristía, con aditamentos de capa y espada.
En Madrid hay un convento, cuyo joven
abad, Ambrosio, es un hombre santísimo. Su ascetismo, rigor, inflexibilidad y
ansia de perfección, le conducirán de forma irremediable (por tanto, trágica)
por el camino de la soberbia. El diablo (que, como todos sabemos, nunca duerme)
se tomará la libertad de tentarlo por el punto débil de un célibe joven y
fuerte: la lujuria. Un fraile de su convento resultará ser una silenciosa y
virginal muchacha llamada Matilde. Por otro lado, a la misa que dice
diariamente el abad acuden, extasiadas por el vigor de su palabra, todas las
grandes damas de Madrid: la iglesia contigua al convento registra unos llenazos
formidables; devotos y curiosos se apretujan en sus naves, entre éstos hay dos
fogosos caballeros, y entre aquéllos, una muchacha que siente algo especial e
inefable cuando oye predicar al monje. Esta muchacha es Antonia y en torno a
ella se va a urdir el drama…
Matthew Gregory Lewis |
La novela engancha y arrastra. Si uno ha
conectado, a las treinta páginas no puede despegarse de ella. Las historias e
intrigas que contiene se cruzan, se incluyen, se interfieren, se enredan,
camino de un desenlace violento y atenazador. El hundimiento de Ambrosio se
anuncia, se anuncia con un rastro de muerte y desgracia y, finalmente llega con
siniestra brutalidad y una última revelación folletinesca que, como un
fogonazo, ilumina hasta los más oscuros rincones de la narración.
Uno se queda sobrecogido por la lectura
de este libro, anticuado pero magistral, que tiene un ritmo superior al de
muchas celebradas novelas de aventuras y donde lo terreno y lo ultraterreno, lo
natural y lo sobrenatural, se mezclan con una habilidad y convicción que
desarma al lector más prejuicioso.
Es como ir a ver la actuación de un
ilusionista genial que nos hace disfrutar un rato enorme, empalmando truco con
truco. Al final uno se dice: ¡Había trampa! Pero, ¿dónde?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario