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YOU NEED IS LOVE
Y sí, tuve pareja de baile para las verbenas de
las fiestas patronales en honor de san Juan, santa Orosia y san Pedro, aunque
no la que yo hubiese deseado. Estaban dando comienzo unas largas, soleadas e
impredecibles vacaciones académicas y heme aquí haciendo el ganso de mala
manera, embarcado en una relación que me conmovía menos que las canciones de
Raphael, que mi madre había comenzado a berrear, arrebolada, en sus barridos y
fregoteos, fantaseando quizá en un cambio de desempeño profesional, cambio que
la llevaría de los cuartitos de la limpieza a los camerinos, donde las artistas
de sus ensueños recibían ramos de flores y bombones, en vez de plumeros y
bayetas. A mí, el nuevo astro rutilante de la canción hispana me daba
urticaria, aún más cuando mi madre decía: “Ves cómo se puede ser moderno, sin
necesidad de ser un gamberro y un maleducado. Y no te pienses, que éste no es
un pijeras finolis, es un chico de origen humilde, como nosotros, que ha
llegado a lo más alto, ya ves, a cantar delante de la mismísima esposa del
Caudillo, gracias sólo a su tesón y a su esfuerzo…” Como gracias a su tesón y a
su esfuerzo había llegado ella, la señá Anacleta, a pelearse con la bahorrina y
otros variados detritus en las mejores casas de esta pulcra ciudad cuya
promoción turística comenzaba a fraguarse, a impulsos de acertados slogans,
como “la perla del Pirineo”, no te amuela, Raphaela, mi pobre madre, con tres
hombres a su cargo que, entre los tres, teníamos el mismo talento y provecho de
un botijo rajado y renegrido que adornaba el mostrador de “El Arcángel” y que,
a saber de dónde había sacado el bueno de Serafín.
- ¿En qué
piensas, cariño? – La verdad es que Nines empezaba a resultarme un tanto
cargante y eso que nuestra relación aún se contaba por días. Habiendo comenzado
el asunto mezclando, a partes iguales, conmiseración y conveniencia, había
atravesado mi ánimo una vaga simpatía, un leve despertar erótico y, finalmente,
el principio de un cansancio, de un hastío por saturación de una dulzura que no
conseguía compartir y me sepultaba en empalagosos melindres verbales, en
besitos insípidos y caricias afectuosas a las que no siempre conseguía hurtarme.
Debían de tener razón mi hermano y su muy flamenca novia: la niña estaba por
mí. Resultó que tenía trece años, en lugar de catorce, y es que su padre,
Modesto, había hecho un apañujo para que no tuviera que ir a la escuela más y
pudiera ayudarle en la pescadería, por eso decían que catorce años y por eso yo
insisto en llamarla “la niña”…
- Teo, es
que no me estás haciendo nada de caso.
Habíamos empezado a darnos algunos abrazos y a
besuquearnos en el patio contiguo a la pescadería, tiene su gracia: Nines y yo,
de tardes, y mi hermano y su vistosa prometida, de noches. A veces, a última
hora de la tarde, estábamos acurrucados y sudorosos, Nines y yo, en el hueco
del barandado y oíamos al señor Modesto trocear las merluzas y los bonitos, con
los fieros golpes de sus afiladas cuchillas. A mí se me ponía la carne de
gallina, esto sí me lo explico; lo que no me explico, es por qué tan ominosos
ruidos ponían a Nines a punto de derretirse de tan tierna. Aparte de sentirme
un tanto inseguro en el inquietante patio, con sus efluvios de calamares en
descomposición, prefería yo airear en tediosos e interminables paseos nuestro, en
lo que a mí concernía, fingido idilio. Pese a que ni siquiera íbamos cogidos de
la mano: eso para mí hubiera sido el colmo de la gazmoñería, yo deseaba, sin
embargo, ser visto junto a Nines, por un lado para apuntarme un tanto ante mis
colegas que me consideraban un alfeñique aniñado, tan incapaz de ligar como una
lombriz con acné, y por otro, para observar qué cara ponía Cheles, al ver darse
de baja a un rendido admirador, que la había sustituido en menos tiempo del que
se tarda en estornudar.
- ¿Hijo,
estás en Babia o en las Batuecas? ¿Vas a tardar mucho en volver?
He de confesar que los dos tiros me salieron por
la culata. La primera vez que Chus y Josemari me vieron paseando con Nines, en
el crepúsculo de una de las últimas tardes de junio, por la calle Ferrenal, hicieron
como si, por discreción, la cosa no fuera con ellos, adiós, hasta luego, incluso
se abstuvieron de llamarme Pinchaúvas. Los muy cerdos. Guardaron toda su
malevolencia, que podía ser muchísima, para la primera ocasión en que entré en
el bar de Serafín. Ni siquiera había quedado con ellos, porque sabía que me los
iba a topar allí. A voz en cuello, como era su estilo, su marca y su sello
intransferible, me dieron una bienvenida con más inquina de la que yo había
previsto: “Pinchaúvas se ha liado con la mejillonera”. “¿Qué hacías metido en
el portal de la pescadería? ¿Estabas contando almejas? ¡Pues sólo había una!” “¡Y
olía a mejillones podridos!”. Intercalando risotadas, estuvieron haciendo
comentarios de este tenor hasta que Serafín nos llamó la atención por
escandalosos. En la sinfonola del bar no dejó de sonar ni por un momento “All
You Need Is Love” de los Beatles. La habían retransmitido hacía pocos días, en
plenas fiestas patronales, por la televisión, en una emisión que se vio
simultáneamente en todo el mundo, o eso dijeron. Como en mi casa aún no
teníamos televisor, fui a verla a casa de Chus, con Josemari, y nos quedamos los
tres estupefactos, paralizados por una emoción que no sabíamos descifrar.
Josemari dijo: “Ya no vale la pena que nadie se tome la molestia de sacar más
canciones. Yo estaré oyendo ésta hasta que tenga, lo menos, cuarenta años”.
- Estás
como apamplao Teo, despierta de una vez, que me estás asustando.
La reacción de Cheles fue aún más humillante y
me dejó clavada una espina indeleble, otra más en el alfiletero en el que se
habían convertido mis laceradas entretelas en aquella época angustiosa. Tuve la
mala ocurrencia de vagar con Nines por el Paseo. Más me hubiera valido quedarme
resguardado en el patio, probando los inciertos labios de mi amiga (este título
sí le concedía en mi fuero interno), con nuestro secreto a salvo de todos excepto,
quizá, de su colérico padre si le daba por salir a tirar las cabezas
putrefactas de unas brecas que había limpiado, por ver si, adecentadas, podía
finalmente venderlas a un ama de casa poco escrupulosa.
Cuando pasamos ante el banco que congregaba a
Cheles y su grupito de amigas, ante las que la Yegua, a modo de exhibición de
sus pasmosas habilidades gimnásticas, estaba haciendo unas flexiones que
amenazaban descoyuntarla, cometí la torpe vileza de darle la mano a Nines, que
se sobresaltó, no tanto por lo inusitado del gesto, como por el coro de risitas
y cuchicheos que brotaron del banco: “Fíjate, Pinchaúvas tiene novia”. “Qué
formalito va con su pareja, quién lo iba a decir”. “¿Sabéis quién es? La hija
de Modesto el pescadero, una zagala que iba a la escuela el año pasado, con mi
prima Conchi, y es más tonta que un zapato, la pobre”. Ay, dioses, de haberlo
sabido, os hubiera suplicado que me dejaseis sordo anoche, tras oír por última
vez “All You Need Is Love”, la que había proferido este último comentario, el
más desgraciado de todos, era la mismísima boca adorable de la propia Cheles.
Sin contar que Nines, “la pobre”, podía haber captado también las pullas de
aquellas víboras pazguatas…
- Teo,
¿estás bien? Dime algo, cariño.
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