Cualquiera que se haya encontrado inmerso en
la obligación de impartir clases de matemáticas en los niveles obligatorios de
la enseñanza, con un grupo de alumnos de más de once años, se ha visto
enfrentado a esta pregunta. No importa que se trate de introducir los números
primos, el teorema de Pitágoras, las operaciones con radicales o la regla de
Ruffini, siempre habrá un alumno imbuido del suficiente sentido crítico para
plantear tan acertada cuestión. Y esto, ¿para qué sirve? Quizá no sea oportuno
ni aconsejable afrontar esa volubilidad utilitarista, con un escueto “para
aprobar”. Ni están los tiempos para contestar con la pregunta “¿y para qué
sirves tú?”.
Ni mucho menos resulta aconsejable embarcarse en una larga
disquisición acerca de la adquisición de las estructuras básicas de
razonamiento o los más elementales mecanismos lógicos, como herramientas para
configurar un cerebro en formación, o para desarrollar unas capacidades cuyo
aprovechamiento ulterior puede llevar al alumno a importantes realizaciones en
los más variados campos.
Aparte de que es un rollo patatero, resulta difícil en
el mundo en que nos movemos, donde la cajera del Mercadona no suma los precios
de los artículos que hemos adquirido, ni el empleado de la gasolinera
multiplica los litros que ha puesto en el depósito por el precio del litro de
carburante, resulta difícil, digo, hacer creer que los conocimientos
matemáticos sirvan para algo (es más, conozco a algunos maestros que están
dejando de creerlo. En cuanto a los legisladores, estatales o autonómicos,
dejaron de creerlo hace décadas).
Y sin embargo la fe no debe abandonarnos.
Ni la afabilidad, con lo que podemos recurrir al humor: a la pregunta de para
qué sirve conocer los números primos o la proporcionalidad directa, pues bueno,
contestamos al interlocutor que tal vez, dentro de unos años, estos saberes le
habiliten para trabajar en un bingo, para pasar gratos momentos resolviendo
sudokus o para calcular los ingredientes en la fórmula de un nuevo y
revolucionario cosmético con el que forrarse. Esta es la palabra clave,
forrarse, si con las matemáticas fuera posible tal cosa, pocos pondrían sus
miras en el motociclismo, donde para forrarse hay que asumir evidentes riesgos.
Pero estoy desbarrando, así que, para
centrarme, recurriré a una conocida frase de León Tolstoi en Ana Karenina
(tampoco los textos clásicos sirven para nada en opinión de los alumnos, de la
FAPAR, ni de los legisladores. Es un consuelo), según el maestro ruso, y cito
literalmente de mi ejemplar, “nadie está contento con lo que tiene y, no
obstante, todos están satisfechos de su inteligencia”. Ahí le has dado, con cualquier
ítem del temario matemático, puedes construir un reto, eso sí, a la medida de
la inteligencia de cada alumno. Serán desde luego muy pocos los que declinen
este reto, pues todos estamos ávidos de demostrar nuestras capacidades y
nuestra competencia. Si esto no funciona, siempre puedes llamar al 112 y
hacerte evacuar del aula inhóspita por los competentes equipos de rescate de la
Guardia Civil y sus helicópteros.
De todas formas, hoy quiero enmendarle la
plana al sabio Tolstoi: no estoy satisfecho de mi inteligencia. El otro día,
aprovechando que estaban muy rebajados, 2’50 €, compré unos libros de acertijos
matemáticos y ya tropecé con el primero, que no supe resolver. Lo consignaré
aquí, antes de mirar la solución, porque no parece tan difícil.
De "Los acertijos de Canterbury" |
Tienes cuatro banquetas o taburetes y, en
el de un extremo apilas ocho quesos de diferentes tamaños, formando un montón
en el que el más grande está en la base y el más pequeño, arriba de todo, en la
cúspide. El objetivo es pasar todos los quesos a la cuarta banqueta, al otro
extremo, siguiendo estas dos reglas: sólo puedes mover, de una banqueta a otra,
un queso por vez y no puedes apilar nunca uno más grande sobre uno más pequeño.
Si encima te planteas realizarlo en el menor número de movimientos posibles,
recibe, de antemano, mi entusiasqueada (y efusiva) felicitación.
Y eso, ¿para qué sirve? Reitera mi
escéptico alumno: mi padre los coge todos con el toro (la carretilla elevadora)
y los lleva, en un solo viaje, a la banqueta del otro extremo.
Hala, explícale ahora lo del respeto a
las reglas, normas o condiciones aceptadas. Esto es un sinvivir.
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