En cien años de vida que el Señor se
dignara darme (ruego que así no ocurra), podría olvidar el pasado 20 de abril…
Para la mayoría de nosotros se trataba de la vez primera que íbamos a ver cara
a cara, en carne y hueso, a S. E. el Jefe del Estado Español. Hallábame yo
nervioso y desasosegado, habiéndome bebido dos vasos de gaseosa para combatir
la sequedad de mi boca, pero viéndome incapaz de contener un ligero temblor de
mis rodillas que no se advertía a través del hábito.
Allá se precipitaban hacia El Pardo
nuestros negros coches, con los miembros de la Junta Nacional del Centenario
del Santo Escapulario y, en cada uno de nosotros, iba un hervidero de
sentimientos, ensueños y anhelos impacientes y respetuosos.
Ya estábamos en El Pardo. La gallarda y
flamante Guardia Mora, primero en dos hileras de caballos parados frente a
frente y después, por parejas de a pie, con los fusiles terciados y también
frente a frente, forma el doble dintel que es preciso atravesar para arribar al
edificio austero y majestuoso.
Pasamos todos como arrobados. Y sobre un
fondo de dibujos polícromos y magistrales tapices, entre brillos amortiguados
de precioso mueblaje, se nos ofrece la estampa magnífica, humilde y arrogante a
un tiempo, de la figura augusta del Caudillo, cordial, sonriente, afabilísimo,
como un manantial de bondadosa humanidad, satisfecho de tener en su presencia
las capas blancas de los Carmelitas Calzados y Descalzos de las diversas y
aunadas provincias de España.
Estrecha, una por una, las manos de
todos, trémulas de emoción. Llegado mi turno, yo, el más humilde provincial de
todos los allí presentes, me siento agarrotado de felicidad y soy incapaz de
extender el brazo. Tras una leve vacilación, el Caudillo se inclina y toma mi
mano inarticulada, oprimiéndola afectuoso y enérgico; mi turbación es tan
grande que me tambaleo antes de poder retirarme.
El Rvdo. P. Celedonio de la Inmaculada,
prior de los PP. Carmelitas Descalzos de Barcelona, Presidente de la Junta
Nacional del Centenario por la Descalcez Teresiana, hace la presentación y
expone a S. E. el motivo de la visita:
Hacerle Sabedor y Partícipe de la próxima
Celebración del Centenario del Santo Escapulario del Carmen, para el cual se
están organizando grandes Solemnidades y con el cual coincide el Cincuenta
Aniversario de la Proclamación de la Virgen del Carmen como Patrona de la
Marina Mercante Española, y el ineludible ofrecimiento a S.E. de la Presidencia
de Honor de todas las Comisiones de Honor.
-
Porque nos consta que S. E. es muy carmelita – remata el Rvdo. P. Celedonio, y
entonces, la conversación deja de tener viso oficial, para tomar un cariz
familiar, que la sencillez y llaneza del Caudillo, propician.
-
Su esposa, Carmen; su hija, Carmen… - Tercia el Rvdo. P. Lorenzo del Espíritu
Santo.
-
Ah, sí. – Dice el con su timbre viril y nada afectado – Y mi madre, Carmen; y
mi abuela, Carmen, y algunas otras Cármenes en la familia. Entre Carmen y
Pilar, está toda.
-
Sabemos también que V.E. tiene la mano incorrupta de Santa Teresa, que la lleva
donde quiera que va y, si alguna vez se olvida, manda volver los coches por
ella… - Balbuceó con infinita reverencia.
-
No se ha olvidado nunca; -corta al instante el Caudillo con energía – lo que sí
que pasó una vez, es que íbamos a arrancar ya y no la habían bajado aún,
entonces mandé que la bajaran.
Y tras celebrar con una comedida risa,
alegre y espontánea, el gesto ocurrente, la flor de la ingeniosa simpatía de S.
E., le suplicamos nos la enseñara. Tiempo le faltó para ordenar que la
trajesen. Entre tanto, le interrogamos respetuosos:
-
¿Y cómo fue para hacerse con ella?
-
Pues fue muy sencillo – contestó regocijado S. E. -. Cortamos, con ayuda de
Dios, una carretera a los rojos en un victorioso avance de nuestras tropas, y
cayó en nuestro poder la valija del coronel Degollina. En su maleta, hallamos
una enorme cantidad de billetes de banco, que se llevaba en su fuga precipitada
y vil. La mayoría de los billetes eran rojos y sin valor en la zona liberada,
por lo que los mandamos a Madrid para el Socorro Blanco. Los pocos que había
buenos, se distribuyeron también en Institutos de Beneficencia y Obras Pías de
nuestra zona. Y entre los billetes, iba la mano incorrupta de Santa Teresa,
hecho que, al hacerse notorio, llegó a oídos de las que habían sido sus
poseedoras, las monjitas de Ronda. Me la reclamaron, claro. Pero yo les dije
que no eran dignas de tenerla, porque no la habían sabido defender: por lo que
se ve, detuvieron a la monjita que la llevaba y notaron que tenía el
abultamiento de un paquete bajo el delantal. Y no se le ocurrió razón alguna o
disculpa para justificar el paquete. La señora del general Muñoz Grandes se vio
en un caso parecido, pero tuvo coraje para defender lo suyo. Llevaba un Cristo
y se lo quitaron los rojos, pero ella, que era muy gallarda, se fue hasta el
Comité y se cuadró: “si no me devuelven ustedes eso, yo no me voy de aquí. Eso
no les sirve a Vds. para nada, no es nada material, no obtendrán dinero. Y a mí
me interesa mucho: es mi fe y mi salvación… “Y con estas y otras razones les
imprecaba, hasta que consiguió que se lo devolvieran. Así que les repetí a las
monjitas: “como no la han sabido preservar y defender, en penitencia se quedan
sin ella para mientras yo sea Jefe del Estado”.
Mientras tanto, había llegado el precioso
e inestimable relicario, que tomó devotamente S.E. en sus manos.
El Rvdo. P. Celedonio le exponía, en
esto, algunas de las solemnidades con las que pensábamos festejar el Séptimo Centenario
del Santo Escapulario las dos Observancias de Carmelitas, Calzados y Descalzos,
preguntó:
-
¿Y qué diferencia hay entre unos y otros?
-
Pues externamente, ya lo puede apreciar S. E., en el aspecto del hábito y en el
calzado; después, en algunas observancias, como la de que los PP. descalzos no
comen carne…
-
Bueno, ahora no la comemos nadie porque no la hay – interrumpió el
Generalísimo, con espontáneo gracejo.
Esta vez, algunos de nosotros no pudimos
impedir una franca y saludable hilaridad.
Le significamos cómo nuestro más
ferviente deseo era el de que también su Excma. Señora, Doña Carmen Polo,
asumiera la Presidencia de Honor de todas las Comisiones Femeninas de las
Festividades del Centenario, a lo que respondió que, estaba seguro, lo haría
muy gustosa. Y habiéndole señalado que solicitábamos respetuosos su permiso
para, en otra fecha, entregarle el Diploma del Nombramiento de Presidente de
Honor, que ahora le ofrecíamos, hizo votos porque todo revistiese el máximo
esplendor, augurando que podíamos contar con su generosa ayuda para cuanto nos
fuera dado demandar.
Hizo ademán de adelantarse a dar la mano
a todos, abarcándonos en un gesto magnífico que era preludio de una despedida
partícipe de la misma afabilidad con que nos recibiera. Estábamos aturdidos,
fascinados, presos en un encantamiento que nos anonadaba, rebosantes de la
dicha que se colmaba con la presencia majestuosa de un hombre tan singular.
Acaso ante el Santo Padre no nos hubiéramos hallado tan turbados.
Uno, sobreponiéndose al hechizo, alcanzó
a murmurar con voz trémula:
-
Excelencia, denos a besar la santa Reliquia…
El hombre magnánimo, el Caudillo ilustre
¡se excusó por no haber pensado al punto en ello! Nos permitió examinar
detenidamente la mano incorrupta y pudimos admirar tan rico relicario,
contemplando, a través de los orificios cubiertos por cristales, aquella Mano
Bendita de la Santa Madre, que tantos prodigios obrara… Su Excelencia tenía los
ojos enternecidos, al ver disfrutar a los Carmelitas con la mano de su Santa Hermana
y Madre.
Los Hermanos admiraban la reliquia con
arrobo, la besaban con adoración, ¡ojalá, llegado mi turno, hubiera sabido
verme como el más indigno, el más insignificante de los siervos de la Santa,
optando por pasar desapercibido, por no acercarme siquiera al Santo Resto! Ya
fuera soberbia, celo excesivo, ansiedad o imprudencia, lo cierto es que me
perdió. ¡Oh, maldita la hora y maldito el impulso! Me inclino, ebrio de emoción
para besar el relicario y un eructo, súbito y descomunal, se remonta imparable
desde mis entrañas descompuestas, zarandeando todo mi ser. Alcanzo a pensar en
las gaseosas que ingertí para sosegar la nerviosa espera, antes de partir. Pero
es sólo un destello de lucidez, antes de verme desmayado de vergüenza y
anonadado por la magnitud del desastre: el padre Liborio, sobresaltado por la
rotundidad y desfachatez del inesperado regüeldo, no puede evitar que la
preciosa urna escape de sus manos inermes y se estrelle en el suelo,
destrozándose en mil pedazos. Entonces acaece lo más terrible, lo más diabólico
se plasma ante mi mirada atónita. No puedo creer lo que alcanzo a entrever, ¡la
mano, la preciosa mano de nuestra Santa Madre, yace desparramada en el suelo,
rota, irremediablemente rota, en pequeños fragmentos que muestran que su
interior era una sustancia blanca, impoluta como la escayola! ¡La caja abierta
y despedazada, aún muestra en su interior un esqueleto de alambres, como las
patas de una araña, como las varillas desnudas de un paraguas!
Los demás Padres están blancos como sudarios,
salvo el Rvdo. Celedonio que está rojo escarlata y congestionado. El Caudillo
no ha movido una ceja durante el breve instante en que se ha materializado el
grosero incidente y, a mí, me parece estar ya muerto y enterrado, contemplando
la grotesca escena desde el otro mundo. Antes de que un piadoso desvanecimiento
me libre del terremoto de angustia que zarandea mi pecho, alcanzo a mirar de
nuevo la mano fracturada a mis pies, no puedo evitar ver unos trozos de yeso
que se desgajan de unos alambres oxidados. Y me desplomo.
*
* *
Los coches negros ruedan hacia Madrid
cuando me despierto. El P. Landelino frota mis sienes con un lienzo empapado en
Agua del Carmen. Descubro delante al Rvdo. P. Celedonio dela Inmaculada y me
sobresalta su expresión furibunda, tiene los ojos como carbones encendidos, me
estremezco al recordar que a la ida no venía en nuestro coche, pues este
recuerdo trae de súbito el de todo lo ocurrido, así, apenas oigo mascullar al
Rvdo. Prior, con voz entrecortada por la ira y la indignación:
-
No olvidará esto tan fácilmente, Padre Bonifacio, en su conciencia y en nuestra
consideración dejará, tamaña irreverencia, tamaño sacrilegio, una huella
imborrable; grande, enorme, ha de ser la penitencia que borre la inconcebible
asquerosidad de que hemos sido testigos. Pero una advertencia capital he de
haceros, Padre, vos no habéis visto nada, entendedlo, nada. Se os había nublado
el juicio ya, al parecer, en el instante que habéis… Eructado… Como un cerdo.
No sois por tanto testigo fiable ante nadie, ni ante vos mismo.
¿Es el tratamiento solemne, empleado sin
duda para recalcar la palabra “cerdo”, son las veladas amenazas proferidas por
el P. Celedonio, o es el recuerdo insoportable del infausto evento lo que hace
que, de nuevo, pierda el conocimiento?
*
* *
Veinticinco años son muchos años para que
el recuerdo culpable persista vívido en la memoria, atormentándola mañana,
tarde y noche. En todo este tiempo no he salido de la celda del convento desde
el cual, otrora, llegué a alcanzar la dignidad de Provincial de la Orden. Largo
tiempo estuve en penitencia sin hacer uso de la facultad del habla, y poco ha
que la he recuperado, con ánimo de hacer de ella el uso imprescindible. El
convencimiento paulatino de que la Reliquia no se destruyó al caer al suelo,
siendo lo que vi un espejismo, puesto ante mis ojos por el Demonio para
propiciar mi desesperación, ha sido cada vez más firme y me ha ayudado a
rehacerme, terminando por hallar un consuelo: confío así en haber alcanzado de
nuevo la Misericordia Divina.
Este íntimo convencimiento de que la mano
incorrupta pervivió a mi impiedad execrable, se convirtió en certeza ayer por
la mañana. El Padre Leopoldo me notificó que el Caudillo está, de nuevo,
gravemente enfermo, siendo la primera provisión que ha tomado, desde su lecho,
el hacerse traer la Santa Reliquia cerca de su almohada. Y es que Su Excelencia
es muy Carmelita…
Aún con una sonrisa en los labios,ahí va mi comentario sobre el tema.Creo que la composición de un objeto no tiene nada que ver con su capacidad para producir efectos beneficiosos síquicos o incluso físicos en algunas personas.Conozco gente que se pone una nuez (o era una castaña ?) aún verde en el bolsillo del pantalón porque les alivia los dolores de las hemorroides.Y un veterano jugador de ajedrez me dijo un día el remedio infalible que usaba para no marearse cuando viajaba en coche:durante el viaje llevaba una aspirina pegada con esparadrapo directamente sobre el ombligo.Oye,me dijo,mano de santo.
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