Un hombre de campo me comentó hace poco:
“ahora se ven menos mariposas y, en general, hay menos bichos que cuando yo era
crío”. Sin negar del todo la utilidad de los plaguicidas, yo también empiezo a
echar de menos el colorido y la variedad de los insectos que poblaban las
primaveras de antaño. No es que, cual ecologista insobornable, prefiera las
picaduras de mosquito a la fruta bien presentada, pero entre lo que uno lee
sobre la enfermedad de las abejas y su repercusión desastrosa en los fenómenos
de polinización, y lo que uno constata cuando va a fotografiar las bellezas del
campo, la cosa da para preocuparse.
Cuando era más joven, tenía una simpatía
muy escasa hacia el mundo insectil. Consideraba, pobre de mí, que todo lo que
tenía seis u ocho patas, o picaba, o mordía, o atormentaba de cualquier otro
modo a los seres humanos. No es que ahora me haya apuntado a la sociedad
protectora de moscas y mosquitos, pero empiezo a echar de menos a muchos
simpáticos, vistosos e inocentes coleópteros, lepidópteros, celíferos y otros
antófilos. La peña que hace compañía a las florecicas del campo, vaya.
Fotografiar a estos seres, requiere una
buena cámara digital, paciencia y mucha suerte. Las dos primeras fotos, las
hice en modo macro, con una Canon EOS D40 que no me gustaba, porque tenía un
autoenfoque poco cuidadoso y que ahora ya no tengo. Quien se haya asomado a
este blog, habrá notado que gusto de retratar las flores con bicho, cuco o
cualquier otro pequeño invitado.
En ésta, sobre una amapola transgénica,
de un rojo en extremo descolorido, se abaten, como un par de drones, dos
avispas asesinas. Pobres. Son dos insectos dípteros, moscas como quien dice,
que ataviadas merced a un fenómeno de mimetismo, se hacen pasar a ojos de sus
depredadores, por peligrosas portadoras de un doloroso aguijón. O eso creo.
En este cardo, se afana perezosamente un
escarabajo. Se movía tan poco que ni siquiera podría asegurar que estaba vivo,
disfrutando del interior jugoso y perfumado que, pese a su aspecto, tienen los
cardos. Cuando éramos críos, en mi pueblo, nos estragábamos las manos pelando
las espinas, hasta quedarnos con un reducido corazón, el del cardo, que es dulce
y sabroso; siendo de la familia de la alcachofa, está aún más rico, aunque dudo
que valga la pena la tortura que hay que infligirse para comprobarlo.
Las dos fotos restantes, las hice con una
cámara muy modesta. En la primera, aún trabajaba en el instituto: un muchacho,
durante una excursión a Sariñena, se puso un insecto palo en el pelo y fue a
comprarse un polo. No exagero.
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