La tercera (y última, por el momento) de
las ermitas situadas en la áspera altiplanicie donde se ubica el pueblo de
Tella y su singular circuito devoto-paisajístico, es la conocida con el nombre
de la Virgen de Fajanillas. Su forma robusta y maciza, sus líneas achaparradas,
el hecho de situarse un tanto apartada de la ruta y de ser la última que se
visita, la convierten a mis ignorantes ojos en el patito feo de las tres.
Vale que no se halla en una ubicación
espectacular, como las dos anteriores, vale que ya está uno cansado de tanta
mampostería sacra, pero el sólido edificio no está exento de gracia e interés.
Por lo pronto es la única que posee una
torre que debió hacer las funciones de campanario (y a la que se puede subir).
Luego tiene un portal que da acceso inmediato al simulado recinto donde se halla la
citada ermita que, de este modo se adorna de una suerte de atrio muy austero.
Toda la construcción es austera hasta el
desabrimiento. No se permitían aquellos rigurosos montañeses de antaño ningún
adorno innecesario, ni frisos ni columnas, ni volutas ni puñetas: recogimiento
y devoción a palo seco, que la vida debía de ser muy dura y rigurosa.
En el interior vemos un parco altar que
alberga una figura, una Virgen con el Niño que, pese a mi exigua astucia,
deduzco que se trata de la Virgen de Fajanillas, a quien está dedicado el
templo, el origen del cual es, a todas luces, románico, todo lo remodelado y
restaurado que queramos imaginar, hasta dejarlo hecho un pincel.
En las fotos no se aprecia un ábside
cilíndrico tan rechoncho como el resto de la construcción.
Tras la visita, nos encaminamos al pueblo
y me sorprende el hallazgo de estos dos carretillos que parece que hubieran
sido dispuestos aposta para la visita del fotógrafo.
Y aparece ante nosotros el casco urbano
de Tella, literalmente cuatro casas rematadas por una iglesia parroquial de
agraciada factura. Hay un museo de la brujería que no tuvimos ocasión de
visitar: debe abrirse sólo en temporada alta.
Esta otra foto la tomé hace varios años,
la primera vez que visité este apartado lugar que toca el cielo de varias
maneras.
Y ello me hace pensar en lo rematadamente
dura que debía de ser la vida en este lugar, sujeta a los modos tradicionales,
a la economía de subsistencia, al aislamiento y a los rigores del clima, en un
pasado que no es tan lejano, no vaya usted a creer: el pueblo, como casi todos
los del Sobrarbe, debió caer en el cuasi abandono a partir de 1950. Luego, con
el turismo, vendría la recuperación, las rehabilitaciones y unas breves
temporadas de llenazo.
Ni siquiera me cuesta creer, ahora
calentito en casa, que esté bien nevado y un día de éstos, tú te propongas
hacer la ruta de las ermitas con raquetas de nieve. Es lo que está de moda,
aunque cada vez nieva menos. Pena.
Al bajar, un rellano bastante abierto,
alberga el dolmen de Tella, la más antigua construcción de las que he visto por
aquí. Su tosca presencia sobrecoge, con el fondo de los acantilados del
Castillo Mayor. Una vez estuve en la cima de esa tremenda muralla rocosa,
haciendo un cursillo de identificación de plantas silvestres; desde allí, según
algunos, la vista alcanzaba hasta Jerusalén.
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