Una escapada familiar de fin de semana al
valle de Gistaín es, entre otras muchas cosas, un pretexto para volver a echar,
de nuevo, las mismas fotos. Siempre las mismas. Siempre diferentes. Me asombran
esos turistas que dicen: “en Egipto ya hemos estado. Ya hicimos fotos de las Pirámides”.
“Si ya he visto el acueducto de Segovia, ¿para qué tengo que volver otra vez?” Parece
como si la repetición tuviera, por fuerza, que aburrirnos. Personalmente
discrepo, porque no creo en la repetición. Cada momento de nuestra existencia
es único e irrepetible: nunca podemos ir dos veces al mismo sitio. No están los tiempos como para hacer una paráfrasis de
Heráclito y decir “nadie ficha dos veces en el mismo trabajo”, aunque es así.
La rutina es una trampa de nuestra mente, con la que, creyendo protegernos, nos
automutilamos, pero en fin, allá cada cual con los piercings que se ponga en el
cerebro.
El caso es que anduve (e incluso, a
veces, andé) por estos valles, durante tres semanas, en el verano de 2004 y
juré amor verdadero y eterno a estos paisajes, a donde vuelvo siempre que
puedo, o sea, siempre que me llevan, pues el transporte público brilla por su
ausencia. Para jactarme de conocer un poco semejante valle, necesitaría visitarlo
durante trescientos años más, hasta que se me apareciera el zorro que me hablara,
como en El Principito de Saint-Exupéry: “Sólo se conocen bien las cosas que se domestican…
…Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las
tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya
amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!”
Para empezar, me disculparé porque habiendo hecho una entrada
con fotografías de puertas en el valle de Gistaín, se me pasó ésta, muy obvia
de la escuela y casa consistorial y hoy tengo ocasión de enmendar el despiste.
Las vistas del majestuoso macizo de
Cotiella, desde esta magnífica terraza de casa Fontamil, podrían tenerme
ocupado algunas temporadas: nunca es igual, según le alcanza la luz, va
cambiando. Y también con las variaciones estacionales. Los habitantes del valle
lo usaban como un gigantesco reloj de sol, de ahí los nombres de sus puntas:
Peña Las Once, Peña El Mediodía, Peña La Una… Hoy no ha habido suerte, el día
está brumoso.
La noche del sábado, estuvo nevando
suavemente. Me desperté el domingo a la hora del amanecer y tuve la fortuna de
poder hacer esta bonita captura: Los primeros rayos del sol iluminan la Peña de
Artiés (¿o de San Martín?), mientras en la zona oscurecida un manto blanco poco
espeso está esperando a los primeros calores del día para derretirse, ¡a las 11
de la mañana ya se había fundido toda la nieve!
¿Qué por qué me desperté tan pronto? Es
la hora en la que la bendita próstata me empuja al cuarto de baño: ésta es la
imagen que me sorprendió a través de la ventana… ¿Y la cámara? Duermo con ella
debajo de la almohada.
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