Publicado en la popular colección
Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral, allá por 2013, este corto e
intensísimo texto narrativo causó un comprensible revuelo, tanto entre los
críticos que lo ponían por las nubes, como entre el público lector que lo
compró a cascoporro. ¿Por qué es tan bueno este libro, repleto de feísmo y
tristeza?
Jesús Carrasco (Badajoz, 1970) ha sido
comparado por ésta, su primera novela publicada, con el maestro Delibes. No
quisiera enmendar aquí la plana de la gente entendida en la cosa de las letras,
pero a mí me parece de un palo diferente, por más que estilísticamente, la
precisión de un lenguaje tan rico como aseado, nos remita al autor
vallisoletano; por lo demás, es más fácil recordar el tremendismo, la
brutalidad, de “La familia de Pascual Duarte” de Cela, aunque yo diría que la
historia de “Intemperie” es aún más fuerte, más impactante.
La portada |
Dispongámonos a regresar a la España
negra, de la que, tal vez sólo ilusoriamente, nos hemos evadido un ápice
durante las últimas décadas; dejémonos paralizar de nuevo por la sempiterna
sequía, a la que los políticos de la dictadura achacaban la estrechez que había
imperado toda la vida en el país; situémonos una vez más en un medio rural
tosco y empobrecido, del que la inmensa mayoría de los españoles procedemos,
habiendo sido escupidos a las ciudades por el relumbrón del desarrollismo
económico que, hace poco más de medio siglo, dejó cuatro viejos en cada pueblo.
¿Ya estamos? Pues bienvenidos al marco donde transcurre “Intemperie”.
La obra, buscando una esencialidad
arquetípica, no está referenciada ni en el espacio ni en el tiempo, aunque
ambos son reconocibles: no sabemos si ocurre en Andalucía, Extremadura o La
Mancha, por ejemplo, pero a todos nos es familiar la desnudez del campo
descrito; no sabemos si transcurre durante la posguerra, varios años antes o
varios años después… Sin embargo reconocemos
esa época atascada y detenida por la que el país ha transitado la mayor parte
de su historia. Aunque aquí hay un pormenor que nos centra un poco: el
alguacil, el más odioso del muestrario de bestias humanas del relato, tiene una
moto con sidecar, por tanto, no podemos remontarnos más atrás de los años
veinte o treinta del pasado siglo: sólo un detalle, pero significativo.
Jesús Carrasco |
Los personajes carecen de nombre y son
aludidos por su desempeño en el amargo drama que vamos a devorar, tan afectados
como seducidos, tan afligidos como intrigados; a veces, la circunstancia de la
narración es tan dura que se hace insoportable y nos vemos obligados a tomar un
respiro, hasta que la impresión de dolor que produce la lectura remite y
podemos continuar; de lo contrario, se leería de un tirón. La historia está
pues protagonizada por el niño, el cabrero (o el viejo), el tullido, el
alguacil y sus ayudantes… Y poco más, los que se añaden, salen como de refilón,
por ejemplo, la familia del niño. Los animales, el burro y las cabras, el
perro, los cuervos y las palomas, las ratas, tienen una presencia de enorme
significación, aunque la presencia que invade y llena la obra entera es el
paisaje, la tierra, el campo, descritos con un léxico de una riqueza, elegancia
y precisión apabullantes: no me extraña que se haya nombrado al autor como
sucesor de Delibes. Formalmente el texto rebosa estilo, exuda la más evidente
distinción literaria y aquí no podemos evitar advertir algo chocante, puesto
que se está narrando un descenso a los infiernos, una inundación de miseria y
mala fortuna, una catarata de mierda, vertida por el destino más atroz, sobre
dos personajes desvalidos y todo esto se articula con un circunspecto lenguaje
de la máxima elegancia y concisión. ¿Qué creo que consigue con esto el
escritor? Aumentar el efecto devastador de la historia. Si hiciera el menor
aspaviento melodramático, parte de la fuerza, de la intensidad, se
desvanecería.
Un yermo infinito alberga la narración |
¿Y qué nos es narrado con tanto vigor?
Algo muy simple, que puede resumirse en el conocido refrán “Dios aprieta, pero
no suelta”: un niño se escapa de su casa y de su pueblo. Al principio creemos
que lo buscan, pero en realidad lo persiguen, pues posee un ominoso secreto que
intuimos pero sólo conoceremos al final. Se encuentra con un viejo cabrero que,
pese a iniciales reticencias, le ayuda y juntos deambularán por un inhóspito
páramo, rumbo al norte, hacia unas imprecisas montañas, pasando todo tipo de
penalidades, cada una más sórdida y más cruda que la anterior. Una exhibición
de atrocidades ante las que el autor jamás aparece dejándose conmover o
mostrando compasión: esa ausencia hace que el lector se tenga que enfrentar
sólo a semejante desfile de crueldad y “disfrute” de una experiencia lectora
tan intensa como tensa, tan aguda como cruda, cara a cara con el horror:
enfermos del corazón, abstenerse. No vale con que te guste leer, tienes que
tener cojones.
Otro elemento que a mí me pareció
chocante, es la entereza del niño: no creo que Chuck Norris y Bruce Willis
juntos, hubieran soportado, de haberles ocurrido durante su infancia, ni la
mitad de las salvajadas a las que sobrevive el niño de la novela de Jesús
Carrasco ¡qué tío, el chavalín! ¿Hubieras cavado tú en un pedregal una tumba
con la mano destrozada? ¿Sin desmoronarte?
¿La moto del alguacil? |
Ah, porque si no lo digo reviento: el
niño es sobre todo un superviviente, por lo tanto sobrevive. Copio aquí el
precioso último párrafo de la novela, para que te cerciores y, tranquilizado,
salgas corriendo a comprarla, lo siento, el ejemplar de la biblioteca, lo tengo
yo hasta el mes que viene:
“Una mañana, mientras descansaba entre
las paredes de una vieja casa para peones camineros, escuchó el tamborileo de
la lluvia sobre una chapa caída. Bajo el dintel desportillado asistió al
insólito espectáculo que se desarrollaba sobre la tierra. El cielo repleto de
nubes grises en medio de la mañana y una luz transparente que perfilaba los
objetos, otorgándoles una nitidez que no recordaba. Las gotas gruesas que se
partían contra el suelo polvoriento y que no penetraban en él. Entró en la casa
y salió de nuevo con la orza bajo el brazo. Caminó unos metros frente a la
fachada y dejó el recipiente en el suelo. Luego volvió a la puerta y allí
permaneció mientras duró la lluvia, mirando
cómo Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento.”
Memorable.
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