martes, 3 de marzo de 2015

Intemperie - Jesús Carrasco

Publicado en la popular colección Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral, allá por 2013, este corto e intensísimo texto narrativo causó un comprensible revuelo, tanto entre los críticos que lo ponían por las nubes, como entre el público lector que lo compró a cascoporro. ¿Por qué es tan bueno este libro, repleto de feísmo y tristeza?

Jesús Carrasco (Badajoz, 1970) ha sido comparado por ésta, su primera novela publicada, con el maestro Delibes. No quisiera enmendar aquí la plana de la gente entendida en la cosa de las letras, pero a mí me parece de un palo diferente, por más que estilísticamente, la precisión de un lenguaje tan rico como aseado, nos remita al autor vallisoletano; por lo demás, es más fácil recordar el tremendismo, la brutalidad, de “La familia de Pascual Duarte” de Cela, aunque yo diría que la historia de “Intemperie” es aún más fuerte, más impactante.

La portada
 
Dispongámonos a regresar a la España negra, de la que, tal vez sólo ilusoriamente, nos hemos evadido un ápice durante las últimas décadas; dejémonos paralizar de nuevo por la sempiterna sequía, a la que los políticos de la dictadura achacaban la estrechez que había imperado toda la vida en el país; situémonos una vez más en un medio rural tosco y empobrecido, del que la inmensa mayoría de los españoles procedemos, habiendo sido escupidos a las ciudades por el relumbrón del desarrollismo económico que, hace poco más de medio siglo, dejó cuatro viejos en cada pueblo. ¿Ya estamos? Pues bienvenidos al marco donde transcurre “Intemperie”.

La obra, buscando una esencialidad arquetípica, no está referenciada ni en el espacio ni en el tiempo, aunque ambos son reconocibles: no sabemos si ocurre en Andalucía, Extremadura o La Mancha, por ejemplo, pero a todos nos es familiar la desnudez del campo descrito; no sabemos si transcurre durante la posguerra, varios años antes o varios años después… Sin embargo  reconocemos esa época atascada y detenida por la que el país ha transitado la mayor parte de su historia. Aunque aquí hay un pormenor que nos centra un poco: el alguacil, el más odioso del muestrario de bestias humanas del relato, tiene una moto con sidecar, por tanto, no podemos remontarnos más atrás de los años veinte o treinta del pasado siglo: sólo un detalle, pero significativo.

Jesús Carrasco
 
Los personajes carecen de nombre y son aludidos por su desempeño en el amargo drama que vamos a devorar, tan afectados como seducidos, tan afligidos como intrigados; a veces, la circunstancia de la narración es tan dura que se hace insoportable y nos vemos obligados a tomar un respiro, hasta que la impresión de dolor que produce la lectura remite y podemos continuar; de lo contrario, se leería de un tirón. La historia está pues protagonizada por el niño, el cabrero (o el viejo), el tullido, el alguacil y sus ayudantes… Y poco más, los que se añaden, salen como de refilón, por ejemplo, la familia del niño. Los animales, el burro y las cabras, el perro, los cuervos y las palomas, las ratas, tienen una presencia de enorme significación, aunque la presencia que invade y llena la obra entera es el paisaje, la tierra, el campo, descritos con un léxico de una riqueza, elegancia y precisión apabullantes: no me extraña que se haya nombrado al autor como sucesor de Delibes. Formalmente el texto rebosa estilo, exuda la más evidente distinción literaria y aquí no podemos evitar advertir algo chocante, puesto que se está narrando un descenso a los infiernos, una inundación de miseria y mala fortuna, una catarata de mierda, vertida por el destino más atroz, sobre dos personajes desvalidos y todo esto se articula con un circunspecto lenguaje de la máxima elegancia y concisión. ¿Qué creo que consigue con esto el escritor? Aumentar el efecto devastador de la historia. Si hiciera el menor aspaviento melodramático, parte de la fuerza, de la intensidad, se desvanecería.

Un yermo infinito alberga la narración
 
¿Y qué nos es narrado con tanto vigor? Algo muy simple, que puede resumirse en el conocido refrán “Dios aprieta, pero no suelta”: un niño se escapa de su casa y de su pueblo. Al principio creemos que lo buscan, pero en realidad lo persiguen, pues posee un ominoso secreto que intuimos pero sólo conoceremos al final. Se encuentra con un viejo cabrero que, pese a iniciales reticencias, le ayuda y juntos deambularán por un inhóspito páramo, rumbo al norte, hacia unas imprecisas montañas, pasando todo tipo de penalidades, cada una más sórdida y más cruda que la anterior. Una exhibición de atrocidades ante las que el autor jamás aparece dejándose conmover o mostrando compasión: esa ausencia hace que el lector se tenga que enfrentar sólo a semejante desfile de crueldad y “disfrute” de una experiencia lectora tan intensa como tensa, tan aguda como cruda, cara a cara con el horror: enfermos del corazón, abstenerse. No vale con que te guste leer, tienes que tener cojones.

Otro elemento que a mí me pareció chocante, es la entereza del niño: no creo que Chuck Norris y Bruce Willis juntos, hubieran soportado, de haberles ocurrido durante su infancia, ni la mitad de las salvajadas a las que sobrevive el niño de la novela de Jesús Carrasco ¡qué tío, el chavalín! ¿Hubieras cavado tú en un pedregal una tumba con la mano destrozada? ¿Sin desmoronarte?

¿La moto del alguacil?
 
Ah, porque si no lo digo reviento: el niño es sobre todo un superviviente, por lo tanto sobrevive. Copio aquí el precioso último párrafo de la novela, para que te cerciores y, tranquilizado, salgas corriendo a comprarla, lo siento, el ejemplar de la biblioteca, lo tengo yo hasta el mes que viene:

“Una mañana, mientras descansaba entre las paredes de una vieja casa para peones camineros, escuchó el tamborileo de la lluvia sobre una chapa caída. Bajo el dintel desportillado asistió al insólito espectáculo que se desarrollaba sobre la tierra. El cielo repleto de nubes grises en medio de la mañana y una luz transparente que perfilaba los objetos, otorgándoles una nitidez que no recordaba. Las gotas gruesas que se partían contra el suelo polvoriento y que no penetraban en él. Entró en la casa y salió de nuevo con la orza bajo el brazo. Caminó unos metros frente a la fachada y dejó el recipiente en el suelo. Luego volvió a la puerta y allí permaneció mientras duró la lluvia, mirando cómo Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento.”

Memorable.

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