Fiel a mi cita anual con la flor del
almendro, que es para mí algo así como mi cumpleaños medido desde un ciclo
biológico externo aunque muy cercano, me armo de mi querida Pentax K5, mi más
apreciada cámara y me acerco, a golpe de calcetín o, como me decían de pequeño,
“en el coche de san Fernando: un ratico a pie y otro andando”, hasta el campo
de un paisano de la Almunia de San Juan, donde unas almendreras (como dicen
aquí) se yerguen ya floridas y tumultuosas de insectos.
Hoy hace un sol muy rico, el campo está
muy lindo y la atmósfera, como es costumbre aquí, algo sucia, enturbiada por no
quiero ni saber qué emanaciones.
Transito la blanca arboleda con paciencia
pues tengo mucho tiempo, está impregnada de un olor dulce y, como música de
fondo, hay un persistente zumbido de insectos que no consigo ver ni
fotografiar.
Para dar un aire diferente a las tomas
que acompañan a esta entrada, me propongo dos cosas: una no se aprecia a simple
vista (¿o sí?) y es que las imágenes están tal como salieron de la cámara.
Verás tengo que confesar una cosa: soy un adicto a Photoshop y las fotos que
cuelgo están fuertemente editadas y retocadas. Pues hoy, no, ¿vagancia?
¿Sinceridad? No logro saberlo. No he hecho más que recortarlas para corregir el
encuadre. Ni cambiar tamaño, ni filtros, ni retoques de brillo, saturación,
nitidez o contraste. Tal cual.
La otra cuestión es más de índole expresiva
y, algún lector perspicaz, ya la habrá apreciado: las tomas están hechas a
contraluz, con la finalidad de que se aprecie lo traslúcidos que son los
pétalos, bañados todos en una luz que les viene desde atrás. En fin, es un
intento de dar un sello a la colección de primavera de este año.
No sé por qué me tomo la floración de los
almendros como una especie de garantía de que la vida continúa con lo suyo: es
reconfortante, en medio de la invasión de lo superfluo. A ver si la primavera
próxima me es dado presenciar estas solemnidades.
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