Enterado el innoble Chus, me arrastró a
presencia del profesor y le comentó la posibilidad de que una chica de fuera,
una que ya trabajaba, viniera como artista invitada a la función. Villalobos
nos atendió con una deferencia inaudita, mientras se sobaba su ridícula
barbita, que tenía el aspecto de una brocha de afeitar: para él, que una joven
trabajadora pudiera incorporarse al desempeño de los estudiantes, no supe por
qué, tenía un inusitado interés. Para mí, que conocía a Nines, Chus estaba
urdiendo una burla sangrante y me las pagaría. Nuestro director artístico
consultó una desvencijada libreta que le servía de agenda y nos dijo:
-
Bueno, ¿qué os parece si mañana por la tarde, a las siete y cuarto, me traéis a
vuestra joven amiga y le hacemos una prueba.
-
A las siete y cuarto aún está despachando en la pescadería – contesté.
-
Ya – me cortó Chus – pero el Congrio la dejará salir porque está muy animada
con lo de participar en la obra y representar un papel ante todo el pueblo. Es
su padre, tendrá que estar orgulloso. Además ella ya tiene la copia de la obra.
Se la di yo y me dijo que se la iba a aprender enseguida.
-
Chavales, no pongáis el carro delante de las mulas. – Nos advirtió Villalobos –
todavía no sabemos si sacaremos algo en limpio del intento. Mañana ensayamos
con todo el reparto y a ver si se acopla y nos convence. Lupe está deseando
perder de vista un papel que aún no se ha tomado la molestia de aprender, pero
si no encontramos nada mejor, lo hará, por mis barbas que lo hará.
Salimos a la gélida avenida, enfrente de
Correos, Chus bufando de risa con su emboscada, pues ya se imaginaba el
planchazo y el ridículo, y yo, deseando que lo atropellara mi beodo padre con
su herrumbroso carrito del reparto, a ver si le contagiaba el tétanos.
Al día siguiente, llegada la hora
fatídica, me encaminé, tres pasos por delante de Nines, al instituto, cuya
siniestra silueta se perfilaba, ante la somera iluminación, como la de un
matadero industrial. Villalobos había tenido el buen sentido de anteponer media
hora la prueba a la aspirante, al ensayo con toda la jauría. Con un poco de
suerte, Nines saldría trasquilada antes de que comenzara a llegar más gente y
se montara la barahúnda generalizada de befa y mofa.
Entró muy decidida a la tutoría, se quitó
el abrigo de fieltro con solapas de viscosilla rosa y, muy ceremoniosa, le dio
la mano al profesor que no pudo evitar un gesto de extrañeza al ver que se las
había con una zagalilla tan joven.
-
¿Estás nerviosa? – Le preguntó, precisamente para ponerla nerviosa pues, me
daba cuenta yo, algo en su aspecto escuchimizado y su porte carente de garbo o
encanto, le había decepcionado.
-
No señor, estoy preparada y dispuesta para la prueba que usted disponga.
Su voz de flautín asmático no pareció
mejorar su situación. Pensé que Villalobos la iba a despachar con cualquier
excusa antes de que Nines volviera a abrir la boca. Éste, distraídamente, le
tendió un manoseado manojo de folios grapados, donde la carbonilla desprendida
del papel de calco no dejaba casi reconocer las letras. Con un tanto de
displicencia, le dijo:
-
Toma. Busca la página ocho y empieza a leer donde habla Martina. Hazlo con voz
alta y clara y con la mejor entonación que puedas. Ojo a las pausas.
Nines ni alargó la mano hacia el
ceniciento legajo. Sonrió con sus labios descarnados de roedora y contestó:
-
No señor, no me hace falta. Esta noche pasada me lo he aprendido todo de
memoria.
Volvió a sonreír, se estiró, creciendo un
palmo, como si se desenroscara. Entonces puso los brazos en jarras y recitó con
aplomo:
-
“Como que yo le vi. Mire usted, aún no hace tres semanas que un chico de unos
doce años se cayó de la torre de Miraflores, se le troncharon las piernas, y la
cabeza se le quedó hecha una plasta. Pues, señor, llamaron a don Bartolo; él no
quería ir allá, pero mediante una buena paliza lograron que fuese. Sacó un
cierto ungüento que llevaba en un pucherete, y con una pluma le fue untando,
untando al pobre muchacho, hasta que al cabo de un rato se puso en pie y se fue
corriendo a jugar a la rayuela con los otros chicos.”
Me quedé patidifuso, miré de reojo al
profesor y él se había quedado de pasta de boniato. Para empezar, la voz de
Nines se había timbrado en un registro que la había hecho crecer diez años. Más
que alta y clara, como se le había pedido, era poderosa y diáfana. Los gestos,
el ritmo, el sosiego, ¿de dónde había sacado semejante pedorra la exhibición de
gracia, de chispa que había extendido ante nuestros ojos y oídos atónitos.
Siguió, tras una detención, como si hubiera dado un pie muy natural a la
respuesta del interlocutor:
-
“¡Pero, sobre todo, acuérdense ustedes de la advertencia de los garrotazos!”
Villalobos intervino:
-
Basta, basta chica, guarda tus energías para el ensayo general que haremos a
continuación con los demás. Yo te presentaré. Benditos sean los dioses, con
esto ya tenemos el reparto completo – y, en mi espalda, descargó dos golpes con
su afectuosa manaza abierta, que casi me sacan las costillas por la boca.
En estas llegó el rastrero de Chus,
haciendo zalemas y morisquetas, seguro que el muy cerdo esperaba encontrar a
Nines con el culo sobresaliendo de la papelera y a mí hundido en la vergüenza,
pidiendo una “Beter” para cortarme las venas.
-
Buenas tardes, ¿se puede pasar? – Preguntó, un tanto intrigado porque el cuadro
que veía no se amoldaba a sus expectativas de pasarlo bomba con nuestra
humillación.
-
Pasa, pasa – dijo Villalobos – quiero que hagáis la primera escena ante los
demás cuando hayan llegado todos.
-
Bueno, yo me voy – dije a mi vez, viendo la calva de la ocasión, que me
evitaría las chanzas más inminentes. Ya afrontaría más adelante las afrentas
que el pueblo zulú tuviera a bien infligirme.
-
Teo, por favor, quédate a vernos y luego me acompañas – suplicó Nines con su
gazmoña voz de siempre.
-
Que no, que no, que tengo que acabar los problemas de Física y después tengo
que estudiar Filosofía para el examen del viernes.
Chus, que aún no se había recuperado de
su perplejidad, me hizo un gesto de despedida con la cabeza. “Mañana me
ajustará las cuentas, el muy mamón”, pensé. Y deseando que ese día no llegara
nunca, hundí las manos en la franela de los bolsillos y, cabizbajo, fui dando
tumbos hasta mi casa de Puerta Nueva por las calles desiertas. Hacía una noche
desapacible y fría, las rachas de un viento atroz traían copos de nieve
arrancados de algún monte no muy lejano, que herían como agujas…
Llegó el temido día siguiente al ensayo
y, para mi sorpresa, absolutamente nadie me dijo nada, incluso sentí como si me
hicieran un discreto vacío, un tanto incomprensible, hasta que Chus vino a
explicármelo con su contundencia de siempre:
-
Esa niña tuya es un tesoro que estaba oculto en los mares de donde le traen el
pescado a su padre. No sé cómo ha tenido la escasísima inspiración de fijarse
en ti. Eres un tío afortunado Pinchaúvas y nadie lo sospechábamos. Hasta ayer
no había conocido una gachí que valiera más que las pesetas sin estar buena: no
te la mereces.
Y dale. Otra vez en la misma mejilla. Lo
que me faltaba.
Un agradecimiento por la parte gráfica a jacaenlamemoria.blogspot.com |
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