Leí alguna reseña muy elogiosa cuando
ediciones Anagrama publicó este libro, “Canadá”, el año pasado. Aun siendo
Richard Ford un reputado novelista estadounidense, no tenía el gusto de conocer
nada del escritor, pese a que la misma editorial tiene publicados algunos otros
títulos, como “El periodista deportivo” o “Acción de Gracias”. Aprovechando que
el grupo de lectura donde milita mi esposa había escogido este título, me animé
a poner mis ávidas manos sobre él y su lectura me ha producido un placer tan
extraño como contundente.
Al acabarlo imagino, es un suponer, que en algún que otro grupo de lectura al uso, no va a tener lo que se dice un gran éxito: “es que es muy lento”,
“es que llevo más de cien páginas y no pasa nada”, “es que es muy largo”… Y no
son razones desdeñables: el libro es un buen tocho, tiene más de quinientas
páginas; narrativamente tiene un ritmo muy demorado, donde se entreveran largas
disquisiciones de carácter ético o emocional y además, es cierto, sólo pasan
dos cosas, terribles y atroces, pero todo gira en torno a dos acciones
separadas por más de trescientas páginas. Resumiendo: no parece que estemos
ante un best-seller al uso, sino ante una obra de moderada exigencia.
Y aquí es donde daré mi impertinente
opinión sobre los grupos de lectura, institución que conocí gracias a un
episodio de los Simpson, en el que las señoras de la serie se quejaban de que
sólo disponían de un libro, viéndose obligadas a leer una y otra vez el mismo.
“Martes con mi viejo profesor” de Mitch Alborn, obra que tampoco conozco,
aunque me pica la curiosidad… Aquí y ahora, apenas hay biblioteca, casa de
cultura o centro educativo, sobre los que no gravite un grupo de lectura, cuyos
miembros y miembras comparten la experiencia de los títulos más variopintos. A
mi molesto parecer, sería una buena ocasión para desarrollar la exigencia
lectora, igual que los atletas desarrollan su capacidad física con el
entrenamiento. Pero lo que ocurre es que lo que más tira es el camino fácil. No
quiero con esto denigrar las cincuenta sombras de Grey, el maldito karma de
David Safier o la última novela de Rosa Regás o Almudena Grandes. Me refiero,
más bien, a que éstas son obras que pueden leerse sin el apoyo de un grupo que
te ayude a interpretar, en el que sostenerse mutuamente ante la dificultad o
los problemas que ocasiona el enfrentamiento con una obra enjundiosa. Y esta de
“Canadá”, lo es; aunque, no exageremos, tampoco es “El ruido y la furia” de
Faulkner.
La portada de la edición española |
Hecha esta insensata divagación, vuelvo
al libro. Un texto en el que se respira pausa y quietud en todas sus palabras:
la calma que precede a la tormenta. El lado oscuro y desgarrador de la
existencia que tempestuosamente estalla, ya lo he dicho, en dos ocasiones, dos.
Todo ello salpicado con las impresiones o las reflexiones de Dell, un muchacho
de quince años que quiere llevar una vida normal, ir al instituto, jugar al
ajedrez, cuidar abejas… Nada de eso será posible, por la mala cabeza de unos
padres que, si bien lo quieren a él y a su hermana melliza Berner, son débiles,
carecen de criterio moral y se abocan a sí mismos y a su familia a la desgracia
y al desamparo. Tras un tremendo primer desenlace, Dell cruza la frontera de
Canadá con una amiga de su madre y, a partir de este momento, la protagonista
será la inmensidad, la vasta desolación, el abandono y el helado malestar de un
territorio, en todos los sentidos, fronterizo. Fronterizo entre el bien y el
mal, entre la vida y la muerte, entre la aceptación y el abandono. Una infinita
llanura donde, si no quieres perderte, debes aprender tú mismo a trazar los
límites… Dell se topará con el tutor más inquietante que seríamos capaces de
prever, el señor Arthur Remlinger, ¡qué personaje!
El autor es este señor que se parece a Clint Eastwood |
¿Y cómo sé yo que es una novela, más que
buena, cojonuda? Pues por la cantidad de cosas que deja resonando en la mente y
porque sigo pensando en muchos de sus aspectos después de haberla acabado hace
varios días. Me acuden (o sacuden) frases del inquieto, inquisitivo y joven
caletre de Dell:
Así va diciendo que “…la vida nos la
entregaban vacía, y que nuestra tarea consistía en inventar cómo ser felices.”
“Las cosas suceden cuando la gente no
está en el lugar al que pertenece, y el mundo se mueve hacia delante y hacia
atrás según ese principio.”
“Es probable que la concepción que tiene
mucha gente de «pensar detenidamente» algo es de este tipo: hacer justamente lo
que uno quiere hacer, si puede.”
“Mi idea es siempre «cruzar una
frontera»; la adaptación, el paso de una forma de vivir que no funciona a otra
que sí funciona. También podría referirse a cruzar una línea y no poder volver
jamás.”
O, en resumen: “Sin embargo es algo que
todo el mundo debe hacer: percibir que algo de lo que te rodea no está bien,
reconocer las amenazas; recordar que ya has tenido esas sensaciones con
anterioridad, lo cual significa que estás completamente solo en un paisaje
desierto, y que estás expuesto a lo que pueda pasarte, y que por tanto has de
extremar todas las cautelas.”
Uno de los protagonistas es este paisaje |
A estas alturas ya no hará falta que haga
notar el carácter discursivo de la novela, su estilo austero, desnudo hasta
llegar casi a la abstracción, su índole contemplativa, muy paisajística y que
es un libro muy, muy duro (aunque “acaba bien”).
Un libro que retribuye sin duda
generosamente el pequeño esfuerzo que demanda: el de acomodar nuestro ritmo a
una vivencia más honda y reposada. Sin más, la novela que me llevaría a una
llanura desierta (e inhóspita).
No hay comentarios:
Publicar un comentario