24 ¡QUÉ FEAS SON LAS DE SABIÑÁNIGO!
Era la fiesta de Santo Tomás de Aquino,
bueno había sido el último lunes de un gélido enero, pero decidieron posponerla
hasta que asomara el primer día de incierto buen tiempo. ¿Fiesta? ¡Y una leche!
Nos tocaba ir al instituto igual, solo que en vez de clases había un montón de
celebraciones todo el día, algunas eran ceremonias muy aburridas: misa en la
capilla, charlas y discursitos en el salón de actos, entrega de las matrículas
de honor del curso pasado (Chus tenía tres y yo una, el resto fueron para las
chicas)… Otros acontecimientos presentaban mejor pinta: competiciones
deportivas, actuaciones, concursos y baile. ¡Baile! Y sin Nines por el medio
eso podía estar bien, porque venían las chicas del instituto de Sabiñánigo a
competir en baloncesto, en balonvolea y en no sé qué más. Nuestras compañeras
ya nos tenían calados, pero con las forasteras ¡quién sabía qué oportunidades
se podían presentar!
Empezamos mal: el único día del curso en
el que la misa era obligatoria y al gilipollas de Rivero le dio el consabido
ataque de incontinencia verbal, haciendo eco y remedo del sermoneo del
celebrante:
- ¡Mujeres
que no meáis! ¡Mujeres que no me hais escuchado!
Y yo, como un imbécil, venga a reírme de
sus malhadadas ocurrencias:
-
¡Condones! ¡Con dones del Espíritu Santo!
A estas alturas, nos echaron de la
capilla a los cinco o seis más alborotados. Luego tendríamos un desagradable
“tête a tête” con don Marcelino el Jefe de Estudios que, como de costumbre, nos
dijo que se avergonzaba de nosotros, que nos iba a poner una nota en el
expediente cuya lectura por instancias educativas ulteriores, arruinaría para
siempre nuestras vidas y cerraría la puerta de nuestro futuro, convirtiéndola
en una trampilla por la que seríamos incapaces de huir de las sentinas en las
que íbamos a chapalear el resto de nuestras miserables existencias, sin contar
las consecuencias ultraterrenas del justificable cabreo que el Señor se habría
agarrado, pues es de sobra conocido que es muy quisquilloso con los
irreverentes, los descreídos y los impíos. Además, se iba a llamar en el acto a
nuestros padres para que, allí mismo, nos pusieran las orejas como pimientos
colorados, extremo este que a mí me preocupaba menos, pues en mi casa no había
teléfono ni se hallaba nadie que hubiera podido atenderlo. De todas formas,
Rivero, en un insólito arranque de gallardía asumió todas las culpas derivadas
de su chocarrero proceder y, con esto, a los demás nos soltaron.
No tan pronto que no llegáramos bien
tarde al partido de baloncesto entre nuestras chicas y las de Sabiñánigo, que
iban ganando por 26 a 5. Nuestras compañeras, que flaqueaban pese a los
atronadores bramidos de ánimo, iban ataviadas con camiseta amarilla y pantalón
de deporte blanco. Las visitantes, en cambio, lucían camiseta blanca y unos
lamentables pololos azules tan decorosos como antiestéticos. Hacía algunos años
que no veíamos a las chicas hacer deporte con aquellos ridículos bombachos.
Aquellas forasteras eran espigadas y un tanto desgarbadas, disipaban las burlas
que su atuendo provocaba jugando con sentido y con concentración y nos estaban
dando una soberana panadera. Para aliviar nuestra desmoralización, remarcó Chus:
-
¿Os habéis fijado qué feas son las de Sabiñánigo?
Yo no había reparado en ello y me fijé
entonces, con ánimo desde luego, de darle la razón. Y se la di. Mucho más tarde
he aprendido que un rostro femenino, de no ser de una manifiesta belleza acorde
con los más asentados cánones de regularidad y armonía, gana ante nuestros ojos
conforme lo vamos viendo a menudo, conociendo y apreciando. De este modo, una
desconocida, salvo que sea una Ingrid Bergman, está en franca desventaja, al
comparar sus facciones con aquéllas que nos son más familiares y por ello nos
ha dado tiempo de juzgar con más consideración, de acostumbrarnos a su
atractivo singular y específico. Las cinco que correteaban por la pista,
pasándose una pelota que las nuestras ni olían, sí que me parecieron,
injustamente como he dicho, cinco callos. Pero entre las del banquillo, había
una que llamó mi atención: tenía el pelo rizado y la cara pecosa, unos bonitos
ojos del color acerado de las nubes de tormenta y una nariz muy recta, casi
enteramente cubierta por las pecas. Cuando se la señalé a Chus, dijo:
-
¿Esa? ¡Pero si es más fea que el culo de un babuino! No me jodas, Pinchaúvas,
tú tienes el gusto más estropeado que los dientes. Además es más larga que la
soga de un pozo, ya verás cuando se levante, no le llegas ni al sobaco.
No le hice caso y además, cuando se
levantó a sustituir a una compañera, pude apreciar que no era tan alta, aunque
tenía un gancho mortal: desde el fondo de la pista, encestó tres seguidas en
carrera y su entrenador la volvió a sentar para no ridiculizar más a las
locales, que acabaron perdiendo por 48 a 11 y eso que arbitraba, muy
caseramente, nuestro profesor de gimnasia.
Me prometí intentar acercarme a la
esbelta baloncestista y, apenas tuve que esforzarme, pues careció de otros
moscones durante los concursos en el patio. Los de su centro la trataban con
una displicencia rayana en el escarnio, de sus vociferaciones colegí que se
llamaba Pascuala y no era la más popular en su instituto. Los del nuestro, ni
se acercaron a las de Sabiñánigo, como si fueran leprosas, para mí que andaban
amostazados por los deshonrosos resultados deportivos y éste era su modo de
venganza.
Allí me fui, pues, tratando de
aproximarme con fingida desenvoltura a mi objetivo. Me comí, a medias con ella,
una manzana que colgaba de una cuerda sobre nuestras cabezas. Y luego me
acerqué en su compañía, extremando la comicidad del cometido, a sacar con los
dientes unas monedas que se hallaban enterradas en un balde repleto de harina. Me puse la cara como un payaso, pero
conseguí retirar muchas, concretamente un montón. Y mientras, se las iba dando
para que las guardase e iba desgranando anécdotas y sandeces con las que
conseguía desnortar su apariencia arisca y hacerla reír.
Comoquiera que no sólo se rio con todas
mis ocurrencias, sino que me ayudó a limpiarme la cara, finalmente hice acopio
de toda mi determinación y le pregunté si le gustaba el baile, pues si así era
y carecía de pareja, me encantaría continuar conversando mientras dábamos
vueltas al compás de la música, yo no sabía bailar pero me esforzaría mucho
para no pisarla…
- ¡El baile! ¡Qué cursilada! Venga, vamos
a dar una vuelta y me enseñas tu pueblo, que no había estado nunca y dicen que
es muy bonito. Con tal de que estemos de regreso antes de las ocho, cuando
salga nuestro autobús, ni nos echarán en falta, ¿o alguien te echará en falta a
ti?
Esta pregunta fue acompañada de una
sonrisa un tanto pícara, que me hizo pasar de “bastante interesado” a “atontado
por completo”. Si nos largábamos del recinto del instituto con la suficiente
discreción, ciertamente nadie repararía en nosotros, pero se presentaba un
problema adicional: había que darle esquinazo a Nines. Si me la encontraba por la
calle, seguro que se me ponía cara de culpable. Entonces se me ocurrió una idea
luminosa como un fuego fatuo ¡El cementerio! Tirando por la carretera,
dejábamos el pueblo a mano izquierda y no había necesidad de transitar sus
calles. Ponderé resuelto mientras señalaba la dirección a la que nos
encaminaríamos:
-
Lo más interesante que se puede ver en Jaca es el cementerio. Vienen turistas
franceses, alemanes y hasta americanos a verlo y a fotografiar los monumentos
funerarios de la nobleza que hubo aquí.
-
Un cementerio, qué animado. Bueno, iremos paseando hacia la puesta de sol y así
me puedo zafar un rato de los insufribles gañanes de mi clase y del latazo de
Pascuala.
-
Es un nombre muy bonito – le mentí.
-
No me jodas tú también – y, en aquellos tiempos, oír decir un taco a una chica
me dejo pasmado, pasé de “atontado por completo” a “derretido por sus huesos”.
– Es casi tan bonito como Pinchaúvas – me puse colorado, lo sé porque me ardió
la cara. – Yo me llamo Lucía y me han cambiado el nombre para decirme Pascuala
la Intelectuala, ya ves tú qué ingeniosos.
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