En el otoño de 1979, minuto arriba o
minuto abajo, me sucedieron un par de cosas que se reflejan en el relato que
viene a continuación: una es que leí “La autopista del sur” de Julio Cortázar y
me gustó tanto que decidí plagiarlo; otra es que llegué para instalarme en
Barcelona y quedé impresionado por los vastos espacios y el gentío del metro.
Este cuento, de intención feísta,
inmisericorde y un tanto subnormal, lo escribí entonces, lo encontré la semana
pasada y lo publicaré entre hoy y mañana, en dos partes, con la esperanza de
que se haga más llevadero. Como me han regalado una caja de “Plastidecor”,
añado el retrato de uno de los protagonistas, personaje con el que espero que
nadie se identifique: el viejecillo incontinente. Mañana añadiré a la galería
el bello rostro de doña Renun. Al ejecutivo no lo pintaré porque, al estar
basado en un personaje real, podría molestarse.
Sin más disquisiciones, doy comienzo al
cuento:
Incidente En El Metro De La Línea
Amarilla (1ª Parte)
La señora Renunciación comprimió,
nerviosa y mustia, el rulo de papel que su paciencia ardiente había elaborado
con una farragosa enjundia adulterina en cuadros de fotonovela. De buena gana
hubiera descargado un iracundo capirotazo en el greñudo coco de un pelagatos
que, no sólo había obstruido con sus glúteos el acceso a un asiento libre que,
por edad y derecho, le estaba destinado, sino que para colmo se interponía
ahora entre su persona y las puertas correderas, cuyo abrir y cerrar era, a
duras penas, el tiempo por ella requerido para ubicar sus catorce arrobas de
sebo en el exterior del convoy. Lo logró, si bien hubo de renunciar a la
elegancia que da la locomoción bípeda y arrojarse en plancha al andén, a la
sazón muy transitado.
Tras recuperar compostura y pertenencias,
emitiendo unos gruñidos que los malparados circundantes no sabían etiquetar,
acaso excusas o simple borbolleo de tráquea, se encaminó a la escalera mecánica
observando, en el límite entre bizqueo y reojo, ora a un vejete cerúleo y
esputoso, ora a un ejecutivo impoluto que olía a tarjeta de crédito.
La masa humana se iba compactando ante la
proximidad de la renqueante escalera mecánica. Bamboleando los pies con
lentitud, una procesión expectante aguardaba el ascenso, ensayando rictus de
indolencia o fastidio, para llegar al hogar interpretando con desenvoltura el
humor correspondiente a la jornada.
La señora Renunciación oteó los aledaños
desde su infatigable corpulencia, por ver si identificaba un rostro conocido, a
cuatro dedos del cual escupiría, con voz viperogangosa, los pormenores de su
visita al especialista de las hemorroides, encuadrados en un amplio esquema de
vivencias infectas que enardecían su morbo fofolibidinoso y vulgar.
Ocultaría, tal vez, el detalle escabroso
de la sustracción de la fotonovela, perpetrada aquella misma mañana en la
antesala del eminente proctólogo. Y no es que la señora Renunciación fuera de
natural chorizo, ni tuviera una exagerada tendencia a enamorarse de lo ajeno;
en esencia, la había tomado del revistero con ánimo de amortajar la espera, y
había sido requerida cuando sus ojos bovinos devoraban los fotogramas más
ensoñadores e intrigantes, de modo que resolvió deslizar las amables secuencias
en su bolso, para tener ocasión de mamárselas en la intimidad del vagón de
metro.
Entre el corcovadísimo vejete, el
ejecutivo replanchado y doscientas doce personas más, no vio la señora
Renunciación a una sola de sus vecinas a quien poder hacer sabedora de las últimas
vicisitudes de sus purulentas almorranas. Desconsolada por tan amargo trance,
aprestose a aferrar el pasamanos de la escalera mecánica, con el repentino
apremio dado por el recuerdo de que su vuelta a casa se vería gratificada por
la presencia sensual de una caja de mantecados, comprada el día anterior en un
colmado, que le aguardaba, apetecible y prometedora, en el íntimo cajón de la
cómoda del dormitorio, debajo de las fajas.
Comenzó a ganar altura, integrada en un
racimo de género humano recocido e impaciente. Ante y sobre ella, dos señores
que, fingiendo distinción, obtenían un grotesco envaramiento, ojeaban las
letras gordas de sendas Vanguardias. Al lado de la señá Renun nadie había osado
instalarse, pues la estrechez de espacio le hubiera evidenciado como sobón de
aglomeración urbana. Tras ella, el ejecutivo gomoso lanzaba miradas de olímpica
inexpresividad sobre su arcaico compañero de escalera, el escuálido vejete,
mientras pensaba en su Alfa Romeo que se eternizaba en el taller, obligándole
de este modo a viajar con la chusma.
Apenas el culo de la señora Renunciación
hubo adquirido un predicamento a los ojos del vejete, fijando la atención de
éste en el suntuoso trasero de la fondona, detúvose con un brusco trastabilleo
el ascenso de la escalera mecánica, enterrando por mor de la inercia, las
fauces del encandilado matusalén en los glúteos acolchados de la menopáusica.
El nonagenario adefesio prorrumpió en
babeantes excusas, mientras la agredida se atusaba la monumental falda con
aspavientos de dignidad.
Uno de los vanguardistas de delante
frunció el ceño, al tiempo que levantaba la vista de un gol de Asensi:
-
¿Qué pasa ahora? ¿Por qué se para esto?
El otro imbécil no se dignó en salir de
detrás de un golpe de Estado en Senegal para gruñir de impaciencia. Doña Renun
gorjeó:
-
¡Algún gamberro! ¡Algún gamberro que ha echado mano del freno de emergencia!
¡Despellejarlos a todos es lo que tenían que hacer! – Sin duda se acordaba del
jovenzuelo que había atentado contra sus varices, condenándola a sostener con
sus ebúrneos pilares la enorme marmita de grasa de su cuerpo en la plataforma
del vagón.
-
¡Coñ, es que son ganas de empreñar! – Dijo el vejete tratando de parecer
salomónico y juicioso, - ¿Qué farem ara?
-
¡Oh! – Exclamó a su lado míster Fiducias – seguramente el Servicio Técnico de
la Empresa será en breve apercibido de la contingencia. No creo que nos veamos
obligados a permanecer largamente en este estancamiento tan enojoso como
improductivo.
A los ojos de la adiposa comadre, este
párrafo había convertido al figurín con portafolios en el líder indiscutible de
la situación:
-
¿Verdá usté que no nos tendrán mucho rato así? Y claro, ¿qué vamos a hacer de
mientras? Lo que es a mí me van a cerrar la tocinería…
-
Es inconcebible, es… INCONCEBIBLE que estas cosas ocurran, ¡voy a escribir una
carta a los periódicos! – Sentenció ante doña Renun el lector que tenía menos
cara de oligofrénico, eludiendo el hecho de que su redacción era pésima y
plagada de faltas de ortografía.
Terció el otro:
-
Los periódicos están en manos de cuatro sinvergüenzas. Como diga usted la
verdad, no le publicarán nada que pueda comprometerles. No pierda el tiempo: en
éste cotarro, mandan cuatro sinvergüenzas y solo leemos lo que les conviene.
Pero doña Renun no les prestaba la menor
atención. Miraba inquisitiva al ejecutivo y tenía ganas de hacer pucheros:
-
Pero yo no puedo quedarme aquí toda la mañana, me van a cerrar la tocinería, mi
marido, todo el santo día corriendo, estoy reventada mire, si por lo menos me
pudiera sentar, ¡Ay, Dios mío!
-
Tranquilícese señora, no pierda los nervios; tenga usted la certeza de que la
Compañía ha elaborado ya un esquema de actuación encaminado a reintegrarnos de
inmediato a nuestras cotidianas labores productivas. Aplaque, pues, su impaciencia
que a nada eficaz ni positivo puede conducirle.
-
Ay sí, ay sí, más de diez minutos verdá que esto no puede pararse, si por lo
menos lo arreglaran pronto, pero es que a mí, como me hagan estar de pie, se me
hinchan las varices, y luego está lo de las almorranas ¿sabe usté? Que no le
dejan parar a una, no se crea usté que yo me puedo sentar en cualquier parte,
pero ahora sí que me sentaría, sí, que estoy rendida.
El encarpetado administrativo con ínfulas
gerenciales calculó, a ojo, el espacio que sería necesario habilitar para
permitir la maniobra de almorranaje sobre la atestada y detenida escalera
mecánica, pero así que se percató de que serían imprescindibles no menos de
cuatro peldaños para desparramar aquel culo elefantiásico, archivó la idea como
inservible. El patriarca de su izquierda, con la molesta sensación de haber
perdido protagonismo, propuso, nunca sabremos si en un arranque de gallardía o
de furor suicida, hacer algo que a él le pareció práctico para salir de allí:
-
¿Que no podríamos saltar el pasamanos y salir al otro costado? No n’hi ha molta
d’alsada, ¿Que us fa pó?
La arrogancia del senecto hizo mella en
el egregio chupatintas, que envolvía en papel de facturas y balances un tierno
y sensible corazón, ligeramente escorado, eso sí, al Cupido sarasa. Serio, no
obstante.
-
No, avi, no es cuestión de miedo. La idea es poco practicable mirada con
objetividad: se trata de un trance harto dificultoso para la señora, cuya
situación, no lo olvidemos, es la más precaria. Por otra parte usted, mi
querido amigo, aunque no dudo de que está en condiciones de coronar con éxito
tan arriesgada empresa podría, por otra parte, lastimarse de modo irreparable
si tenemos en cuenta su edad…
-
¿Lastimarme? ¿Qué diú, lastimarme yo? ¡Oyve, noi, si estuviera aquí el general
Zumalacárregui, qué lástima que no, ¡aquet señó pudría dirle qui soc yo!
¿Lastimarme diu? ¡Me hubiera visto trotar con el general Sumalacárregui, quins
temps! Ara veurá…
No tuvo tiempo el sedoso ejecutivo para
obstaculizar la acción del arrugado atleta: con una agilidad del todo impropia
de su edad, se desmorró contra la barandilla, logrando no obstante pasar al
otro lado casi la mitad de la dentadura postiza, solo que muy desmenuzada. Un
fétido olor fulminó a los circunstantes, señal inequívoca de que, con el
esfuerzo, al anciano se le había desprendido algo más que la dentadura.
-
Así que llega el verano, estos metros se ponen irrespirables, hay gente que no
se debe cambiar de muda ni aunque la maten. Yo, a mi marido, cada semana lo
cambio de calcetines, de calzoncillos y de camiseta, en fin, todo, y es que no
se puede andar por ahí oliendo a carnuz – terció la foca, con el caritativo
ánimo de disimular el diarreico desliz de su compañero de viaje.
El ejecutivo solícito y ya totalmente
cautivado por el heroico y desdichado gesto del longevo, sintiose invadido de
agradecimiento ante la observación de doña Renun que, pese a que estaban en
octubre, podía colaborar bastante a paliar el bochorno del anciano, el cual desmintió:
-
No, si es que m’hi cagat…
Y añadió, sin embarazo aparente, que se
dirigía a comprar pañales cuando la avería de la escalera mecánica le había
pillado con los bajos desprotegidos, frente a una eventualidad que le asaltaba
cada vez con más frecuencia, para enojo de su nuera.
Uno de los lectores de prensa resumió la
situación a voz en cuello:
-
Hostia, ¡a ver si se pone en marcha esto de una puta vez!
(Continuará)
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