Bueno, como dice un viejo proverbio
apache, “lo prometido es deuda”, así que ahí va la segunda (y última) parte del
verídico y ejemplar relato de lo que aconteció a unos intrépidos viajeros en el
metro de Barcelona.
Alto ahí, amigo. Si no leíste ayer el
comienzo de la historia, te remito a la entrada anterior. De no comenzar por
ella, ni habrás cogido cariño a los personajes, ni entenderás el desenlace de
su aventura. Estás avisado. De paso, adjunto el retrato de la principal
protagonista, doña Renun, que hubiera deseado ser entrevistada por Tele 5, si
en aquella época hubiera habido cadenas privadas.
Incidente En El Metro De La Línea
Amarilla (2ª Parte)
Entre treinta y cuarenta personas en la
escalera mecánica detenida e inutilizada, armonizaron un coro de quejas e
improperios, a los que se sumaron los de otras tantas que esperaban al pie su
oportunidad de remontarse mecánicamente hasta el cielo abierto. Por lo visto,
la solución del contratiempo se demoraba. Al parecer no habían localizado el
bar en el que solía hallarse diseñando sus estrategias operativas el personal
de averías. Algún señalado cuadro de la compañía, se rumoreaba que nada menos
que el cuñado del Jefe de Estación, habíase acercado a tranquilizar a los
inmovilizados e inanes viajeros, consiguiendo el éxito alucinante de poner
histérico a todo el mundo con sus cuatro primeras palabras. La gente comenzó a
chillar de miedo, a exigir la devolución del importe del abono y la inmediata
puesta en marcha de aquello: un señor que aseguraba ser primo segundo del
subgobernador civil de Badajoz, no se cansaba de repetir que movilizaría toda
su influencia política – que era mucha – para que rodaran cabezas. En los
escalones más bajos habían comenzado ya algunas marrullerías y peleas.
Doña Renun estuvo un ratito chillando,
como una soprano enloquecida en un aria que recordaba vagamente a una de
Parsifal, aunque con la letra cambiada de este tenor: “quiero sentarme / quiero
irme de aquí / aquí nos vamos a morir de sed y de hambre / yo tengo hambre”.
Luego fue víctima de la ilusión de que el bolso era la caja de mantecados que
la aguardaba en casa; tan intensa y real fue la ilusión, que abrió el bolso y
se comió el monedero. Iba a continuación a devorar una barra de labios, cuando
el trajeado marusa interbancario, que abrillantaba con su mano trémula la calva
del viejecillo desdentado y tuforoso, le alcanzó, movido de misericordia, un
chicle de uva casi sin mordisquear. La Renun, que lo admiraba ya poco a menos
que a Clark Gable en “Los últimos de Filipinas”, eructó emocionada y se tragó
el chicle en un abrir y cerrar de ojos, entre gruñidos y espasmos de
agradecimiento delirante y convulso.
Cuando llevaban algo más de dos horas inmóviles
en los peldaños de la escalera ex-mecánica, un somnoliento sopor de tintes
caliginosos se adueñó de los hasta entonces inquietos y bulliciosos
ex-viajeros. El viejecillo y el hombre de los talonarios que, desde hacía rato,
ya se llamaban por su nombre de pila y hacían fervorosas manitas, comentaron
preocupados que si el sueño vencía a doña Renun y ésta se desplomaba sobre
ellos, su incipiente idilio se vería abocado a un trágico final. Consideraron
la conveniencia de llamar a los bomberos a fin de que pudieran apuntalarla, de
este modo se sentirían más seguros y la espera perdería zozobra. El recurso de
llamar a los bomberos ya se había planteado en los momentos de histeria, cuando
un jovenzuelo incineró el frufrú de una prostituta jubilada con la colilla de
su porro. Un empleado del metro había asegurado entonces que era imposible que
los bomberos acudieran, pues no se podía bajar con el camión al vestíbulo de la
estación. Así toda eventualidad de salvamento merced a la acción de los
bomberos quedaba descartada, aunque no hubieran estado en huelga.
Algunos jóvenes pasotas no cesaban de
gritar: “¡Marcha! ¡Marcha!” Pero la gente los acosaba con su indiferencia,
hasta que alguien insinuó que, de propagarse la subversión, era muy posible que
hiciera acto de presencia la Policía Nacional, e intentara con sus molestas
pelotitas de goma disolver el grupo de atrapados usuarios del transporte
público, con lo que la cosa podía degenerar en mortalera. Como aquello, en
sentido estricto, no era un disturbio, se resolvió hacer callar a los
inmoderados drogadictos: “tengamos la fiesta en paz, ¡tengamos la fiesta en
paz!” farfullaba una y otra vez el pariente del Subgobernador, hasta que
aquellos imberbes degenerados optaron por callarse y se dedicaron a plantar marihuana
en unas bolsas de deporte.
Abrazados en un mismo peldaño, el Rey de
la Letra de Cambio y el vetusto héroe carlista, se arrullaban dulcemente, en
tanto que doña Renun ponía música de fondo, contándoles a ambos con un murmullo
cantarino su asombroso historial clínico:
-
Entonces, el doctor Tuga pensó si pudiera ser que tuviera un pólipo en el recto
y me preguntó si alguna vez mi marido y yo… Bueno, si lo hacíamos por ahí,
imagínense qué indecencia, me hizo pasar una vergüenza… Yo, naturalmente, le
dije que éramos una familia decente y cristiana y que ni se nos había pasado
por la cabeza semejante guarrada, que esas asquerosidades son cosa de franceses
y que nosotros, no. Así que me mandó unos análisis, unas pruebas y unas
radiografías y cuando vio los resultados me dice muy serio: esto tiene toda la
pinta de ser un tumor, hay que operar enseguida, con un poco de suerte, le
sacamos el intestino grueso, el duodeno y el bazo y no se le vuelve a
reproducir. Como a mí estas cosas de las operaciones me dan mucho miedo, pues
me cambié de médico y me fui a uno particular que nada más que con unos
supositorios…
De modo tan brusco como inesperado, la
escalera mecánica tronó, chirrió, tableteó y con un movimiento lento pero
enérgico, reanudó su anheladísimo ascenso, justo un instante antes de que un
fraile mendicante enajenado por el insufrible tostón, intentara enrollar su
rosario en torno al gañote de doña Renun, la cual ignoró toda su vida que había
salvado su cuello tan sólo por tres décimas de segundo.
-
¡La han arreglado! ¡La han arreglado! – Chilló doña Renun alborozada de alegría
y ajena al peligro que había corrido. Su entusiasmo vacuno y exuberante prendió
en el resto de los viajeros, como hubiera prendido en paja seca. Nadie supo
cuándo ni de dónde salieron unas botellas de champán. El estampido de los
corchos y el subsiguiente remojón despabilaron hasta a los más somnolientos.
Entre libaciones y efusiones de contento llegaron todos arriba a tiempo de
disfrutar de un dorado atardecer otoñal. Lágrimas de alegría y emocionadas
despedidas. Se acordó constituir una comisión para ir a felicitar al servicio
técnico de la compañía por la pronta y feliz reparación de la escalera
mecánica.
El anciano cagamanturrio y el impecable
administrativo, cuyos nombres no revelaremos, pues ellos mismos nos rogaron
discreción, salieron del trance fortalecidos por un amor eterno. Doña Renun,
que no había logrado hasta entonces largar la historia completa y verídica de
sus asombrosas almorranas, quedó unida a ellos por una gratitud y afecto sin
límites y se ofreció a hacer de madrina en la boda. Pese a que en aquella
transitoria época, el matrimonio estaba sujeto a la paridad de sexos, el amor
de estos dos varones, les hizo derribar algunas barreras y obtuvieron dispensa
papal.
Aun ahora –han pasado algunos años – se
reúnen de cuando en cuando a rememorar el accidentado viaje en la escalera
mecánica, el arrojo del viejecito, quien por cierto lleva una dentadura postiza
nueva, regalada por su joven amante, las horas de zozobra y fatiga y el
venturoso final. Doña Renun les sirve mantecados y les informa de que no se
trataba de almorranas, sino de un vigoroso y saludable pólipo que un buen día
decidió instalarse en su recto, exactamente como había supuesto el doctor Tuga.
Por Navidad, suelen mandarse
felicitaciones y participaciones de lotería. El año pasado, les tocó la pedrea.
FIN
Doña Renun, a portrait by Himphame |
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