Hace unos años, cuando las cámaras
fotográficas eran todavía analógicas, tuve ocasión de fotografiar en un pueblo
llamado Monesma, esta casa con la fachada decorada con cascos de botellas de lo
que entonces se llamaba champán, nombre ahora desterrado de nuestras fiestas y
celebraciones y sustituido por el mucho menos evocador de cava. Creo que tal
cambio se debe a la rapiña congénita de unos leguleyos que opinan que solo el
producto francés tiene derecho a denominarse champán, derecho que, por ejemplo
y por fortuna, no se ha ejercido con el arroz a la cubana o la ensaladilla rusa
que preparo en mi cocina, o las persianas no fabricadas en Persia, ni con los
mantones de Manila o con las faldas escocesas, espero que la voracidad de los
picapleitos no nos obligue a seguir dando tumbos con nuestro vocabulario, ya
muy maltratado por la corrección política, la incultura y la soplagaitez.
La agradable sorpresa del champán en el
muro, nos la topamos sin más, porque en aquella época solíamos hacer turismo
por los pueblos de los alrededores a lomos de una bicicleta y yo fotografiaba
aquello que me parecía curioso o notable, como esta casa con indudable encanto
kitsch, con esa fachada abigarrada a la vez que armoniosa y con ese arco de
reminiscencias exóticas. Tenía por aquel entonces montado un rudimentario
laboratorio de positivado en blanco y negro, e invariablemente forzaba un punto
o dos el revelado de los negativos persiguiendo un efecto que, ahora no
recuerdo por qué, me gustaba, me parecía que mis antiguas fotos simulaban
grabados.
Esta utilización de vidrios de botella en
muros y fachadas es inmediatamente anterior al concepto actual de reciclado,
con sus panzudos contenedores verdes y la he visto en varios lugares, donde los
dueños debían guardar las botellas vacías confiando en sus cualidades
decorativas. Por aquellos años, estaban desapareciendo los traperos
tradicionales, que nos pagaban a los demás unas humildes monedas por los cascos
vacíos de champán que les llevábamos. También pagaban algo por el papel, el
cartón, los trapos o la madera de muebles viejos. Los modernos ayuntamientos
han hecho desaparecer este oficio, distribuyendo los afanes y las obligaciones
del trapero entre todos los ciudadanos que las realizamos gratuita y
gustosamente. Suponemos que los magros beneficios de tal recogida de materiales
reutilizables irán a parar, en los ayuntamientos democráticos, al presupuesto
municipal, como ingresos, aliviando de este modo un tanto la carga impositiva
de unos ciudadanos que cada vez disfrutamos de más servicios, incluso de
aquellos que jamás hemos solicitado. Aunque hay maledicentes que propalan que
esta ofrenda de las basuras, que los ciudadanos separan, clasifican, almacenan
y llevan al contenedor adecuado es, a gran escala, un negocio formidable (y
opaco). Mi amigo el Resentido me ilustra de que la Camorra del sur de Italia ya
no tiene su negocio principal en la droga, sino en los materiales reutilizables
de las basuras y de que ETA ha dejado de dedicarse al secuestro y la extorsión
porque, en los ayuntamientos que controla, el negocio de las basuras le
proporciona réditos más saneados; pero yo no me fío de las fuentes del
Resentido, que suelen ser los borrachines de más edad de los bares de menos
distinción, donde se junta con sus tal para cual.
Volviendo a la casa achampanada, de gusto
un poco indiano, pues nada, reiterar que es muy curiosa y, dado que no ofrece
unas soluciones constructivas que estén muy a la última, admito que le queda
bien este añejo blanco y negro y, con el tácito permiso de sus dueños, la
traigo aquí para que la vean los amantes de excentricidades coquetas y
placenteras, y otros curiosos.
Otro ejemplo, aquí como muro de contención |
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