sábado, 8 de junio de 2013

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 05

Entonces surgió lo de Pinchaúvas. Sospecho que la ocurrencia fue de Chus, que estaba algo molesto porque no quise compartir con él un paquete de Chester, que el profesor de francés se había dejado en la biblioteca y yo había mangado por ver a qué sabía el tabaco rubio americano, deleite que no formaba parte de nuestras experiencias cotidianas. Sea como sea, Pinchaúvas emergió como un apodo arrollador y cada vez era más numerosa la hueste que así me llamaba. Comprendí que me quedaría con tal seudónimo de por vida, cuando se le escapó al profesor de Matemáticas que era despistado y solemne, un solemne despistado:

-A ver, Pinchaúvas, haga el favor de salir al encerado a hacer el problema.

Para toda la vida no ha sido, pero aun hoy, los que entonces fueron mis amigos y muchos lo siguen siendo, me llaman de la única forma que espontáneamente les sale, esto es, Pinchaúvas.


3.                          EL NIETO DEL SEPULTURERO

Para comprender las peculiares inclinaciones que manifesté desde que comencé a gatear por este mundo y las consecuencias a que me llevaron, puede uno imaginarse sin dificultad a un niño ciego de nacimiento que aspira, desde su edad más temprana a convertirse en una estrella de fútbol y a rematar de cabeza los balones que vienen templados desde el córner. Tal era mi situación si bien en otros terrenos: los de una vocación intelectual y libresca que nadie se explicaba de dónde había podido salir, pero que casi todos sabían a dónde podía llegar, pues a todas luces era yo lo más opuesto que imaginarse pueda a un niño agudo, despierto y espabilado.

Mi padre, hombre de labia fácil, pues era un brillante orador, consagrado ante la barra de numerosos bares, resumía el sentir general de familiares y conocidos con esta cruda interrogante:

- ¿De dónde coño habremos sacau a semejante zamarugo?

Seguida de esta virulenta exclamación:

- ¡La madre que lo cagó!

Debo aclarar que, en mi poco acomodada familia, la letra impresa era objeto de desconfianza velada, cuando no de repugnancia manifiesta. Y como no creo que jamás caigan en sus manos estas líneas, puedo dedicar un capítulo a hablar de ellos sin tapujos y así me los quito de delante para hacer sitio a los auténticos protagonistas de esta narración.

Lo más acomodado socialmente que se había dado entre mis ancestros, a no dudar descendientes de conspicuos siervos, era mi abuelo materno, hijo de Jaca y sepulturero de sus convecinos en el hermoso cementerio que, a dos kilómetros de la ciudad, erguía sus soleados panteones, sus abigarrados nichos, sus ajardinadas tumbas, todos los primores funerarios a los que mi abuelo daba cuidado y lustre con habilidad sin par. Nunca moradores de lugar alguno tuvieron un reposo eterno acondicionado con un gusto tan exquisito, como cuando mi abuelo erraba por el vergel de la muerte bruñendo losas, regando macizos de crisantemos, adecentando las lápidas de los nichos y haciendo reinar, en el cementerio todo, la pulcritud y el orden que darían marco a mis primeros escarceos sentimentales, amores adolescentes arrebatados y puros, que se beneficiaban de este romántico entorno que, era tan familiar para mí, como ominoso, intimidatorio, escalofriante y estremecedor para alguna amada de aquel, ay, lejano entonces.

 
Llegó a Jaca con los últimos calores de un septiembre indeciso el que, con el correr de los años, habría de erigirse en mi legítimo progenitor. Vino sin oficio ni procedencia conocidos y, en un tiempo muy breve, se había labrado una aureola de sinvergüenza e inútil con la que habría de luchar estérilmente durante el resto de su vida, que no fue mucha ni muy ejemplar. En un movimiento a la desesperada, comenzó a cortejar a la joven hija del funcionario municipal y eclesiástico, a la que más adelante convertiría en mi santa madre. En aquel entonces, era ésta una muchacha bajita y regordeta (enana y gruesa sería después), de facciones pequeñas y poco agraciadas, a excepción de la nariz, facción esta que era grande y horrorosa, réplica exacta de un nabo deforme, con el agravante de tratarse de un carácter genético decididamente dominante, pues lo heredé. Comoquiera que mi futura madre andaba asaz escasa de pretendientes, cuando dio comienzo el asedio al que la sometió mi futuro padre, más que suspirar por él, boqueaba; sobre todo cuando el muy bribón le recitaba aquello tan romántico de don José María Gabriel y Galán: “Qué tendrá la hija / del sepulturero…” que, aunque no tenía mucha relación con ella que no robaba los pañuelos de las muertas sino, en todo caso, las alhajas, la emocionaba mucho.
 
 

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