Entonces surgió lo de Pinchaúvas.
Sospecho que la ocurrencia fue de Chus, que estaba algo molesto porque no quise
compartir con él un paquete de Chester, que el profesor de francés se había
dejado en la biblioteca y yo había mangado por ver a qué sabía el tabaco rubio
americano, deleite que no formaba parte de nuestras experiencias cotidianas.
Sea como sea, Pinchaúvas emergió como un apodo arrollador y cada vez era más
numerosa la hueste que así me llamaba. Comprendí que me quedaría con tal
seudónimo de por vida, cuando se le escapó al profesor de Matemáticas que era
despistado y solemne, un solemne despistado:
-A ver, Pinchaúvas, haga el favor de
salir al encerado a hacer el problema.
Para toda la vida no ha sido, pero aun
hoy, los que entonces fueron mis amigos y muchos lo siguen siendo, me llaman de
la única forma que espontáneamente les sale, esto es, Pinchaúvas.
3. EL
NIETO DEL SEPULTURERO
Para comprender las peculiares
inclinaciones que manifesté desde que comencé a gatear por este mundo y las
consecuencias a que me llevaron, puede uno imaginarse sin dificultad a un niño
ciego de nacimiento que aspira, desde su edad más temprana a convertirse en una
estrella de fútbol y a rematar de cabeza los balones que vienen templados desde el córner. Tal era mi situación si bien
en otros terrenos: los de una vocación intelectual y libresca que nadie se
explicaba de dónde había podido salir, pero que casi todos sabían a dónde podía
llegar, pues a todas luces era yo lo más opuesto que imaginarse pueda a un niño
agudo, despierto y espabilado.
Mi padre, hombre de labia fácil, pues era
un brillante orador, consagrado ante la barra de numerosos bares, resumía el
sentir general de familiares y conocidos con esta cruda interrogante:
- ¿De dónde coño habremos sacau a
semejante zamarugo?
Seguida de esta virulenta exclamación:
- ¡La madre que lo cagó!
Debo aclarar que, en mi poco acomodada
familia, la letra impresa era objeto de desconfianza velada, cuando no de
repugnancia manifiesta. Y como no creo que jamás caigan en sus manos estas
líneas, puedo dedicar un capítulo a hablar de ellos sin tapujos y así me los
quito de delante para hacer sitio a los auténticos protagonistas de esta narración.
Lo más acomodado socialmente que se había
dado entre mis ancestros, a no dudar descendientes de conspicuos siervos, era
mi abuelo materno, hijo de Jaca y sepulturero de sus convecinos en el hermoso
cementerio que, a dos kilómetros de la ciudad, erguía sus soleados panteones,
sus abigarrados nichos, sus ajardinadas tumbas, todos los primores funerarios a
los que mi abuelo daba cuidado y lustre con habilidad sin par. Nunca moradores
de lugar alguno tuvieron un reposo eterno acondicionado con un gusto tan
exquisito, como cuando mi abuelo erraba por el vergel de la muerte bruñendo
losas, regando macizos de crisantemos, adecentando las lápidas de los nichos y haciendo reinar, en
el cementerio todo, la pulcritud y el orden que darían marco a mis primeros
escarceos sentimentales, amores adolescentes arrebatados y puros, que se
beneficiaban de este romántico entorno que, era tan familiar para mí, como
ominoso, intimidatorio, escalofriante y estremecedor para alguna amada de
aquel, ay, lejano entonces.
Llegó a Jaca con los últimos calores de
un septiembre indeciso el que, con el correr de los años, habría de erigirse en
mi legítimo progenitor. Vino sin oficio ni procedencia conocidos y, en un
tiempo muy breve, se había labrado una aureola de sinvergüenza e inútil con la
que habría de luchar estérilmente durante el resto de su vida, que no fue mucha
ni muy ejemplar. En un movimiento a la desesperada, comenzó a cortejar a la
joven hija del funcionario municipal y eclesiástico, a la que más adelante
convertiría en mi santa madre. En aquel entonces, era ésta una muchacha bajita
y regordeta (enana y gruesa sería después), de facciones pequeñas y poco
agraciadas, a excepción de la nariz, facción esta que era grande y horrorosa,
réplica exacta de un nabo deforme, con el agravante de tratarse de un carácter
genético decididamente dominante, pues lo heredé. Comoquiera que mi futura madre andaba asaz
escasa de pretendientes, cuando dio comienzo el asedio al que la sometió mi
futuro padre, más que suspirar por él, boqueaba; sobre todo cuando el muy
bribón le recitaba aquello tan romántico de don José María Gabriel y Galán:
“Qué tendrá la hija / del sepulturero…” que, aunque no tenía mucha relación con
ella que no robaba los pañuelos de las muertas sino, en todo caso, las alhajas,
la emocionaba mucho.
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