Mi padre futuro, un vivillo sin suerte,
contaba con heredar de su suegro, así que éste palmara o se jubilara, la cómoda
y segura plaza de sepulturero. Se debía de decir para sus adentros: “Si me caso
con Anacleta, mi suegro se preocupará de dejarle con qué comer, pues yo no
tengo oficio ni beneficio. Lo más seguro es que me recomiende al obispo para
que me dejen quedarme a cargo del cementerio. Qué joder. Dos o tres entierros a
la semana son bien poco trabajo y, si dan para vivir, no creo que me resulte
tan deprimente”.
¿Estaría mi padre enamorado de mi futura
madre o se trató de un casorio por interés? Lo primero, sencillamente, no puedo
creerlo y menos a juzgar por el posterior desarrollo de su relación, en cuanto
a lo segundo, le salió el tiro por la culata. La recomendación de mi abuelo
Jeremías fue apasionada y poderosa, pero no tanto como para hacer que el señor
obispo no se informara de quién era el aspirante, y he aquí lo que descubrió:
que se trataba de un tipo llamado Emeterio Gómez Suela, que había llegado a
Jaca hacía cuatro meses y medio, nadie sabía de dónde ni a qué, que se había
casado con la joven Anacleta Quino Magallón, hija legítima del sepulturero del
municipio, enterrador y encargado del mantenimiento del cementerio, Jeremías
Quino Perante, viudo y con tres hijos más, varones, mayores y cabezas de
familia, los cuales se opusieron con aspereza al matrimonio de Anacleta con el
forastero, matrimonio que se celebró de todas maneras, el 28 de diciembre, día
de los Santos Inocentes, del año 1944. Que el tal Emeterio, lejos de ser
piadoso, pisaba muy raras veces una iglesia (y todas ellas habían sido con
motivo de su boda). Que por tanto no cumplía el precepto dominical, nadie le
había escuchado en confesión ni se le había visto comulgar, ni en la catedral
ni en parroquia alguna.
Desconocedor del rito católico, único
verdadero en aquella época, y de las funciones de enterrador, sepulturero o
cualesquiera similares, lo que acabó de hundir al candidato, fueron las nuevas
que llegaron a oídos del señor obispo, acerca de las cotidianas peregrinaciones
de Emeterio por los numerosos bares de la ciudad, en las que se entregaba a
infatigables libaciones, trasegando enormes cantidades de vino blanco, tinto y
clarete, así como innumerables cañas de cerveza y, si conseguía con artes de
camandulero que le ampliaran el crédito o que le invitaran, vermut de garrafa o
Anís Del Mono. A propósito de éste último, siempre hacía el mismo chiste:
“¿Quieres que guardemos la etiqueta pa cuando te hagas el carné de identidad?”
Era bienhumorado pues, mas era notoria la circunstancia de que, hallándose enajenado
por los vapores etílicos, daba en blasfemar, entonar canciones soeces, jactarse
de ser rojo anarquista, para llegar invariablemente a exponer que era su
obligación inexcusable como revolucionario de ideas avanzadas, capar a los
curas y follarse a las monjas. Aunque, si iba muy borracho o encendido, se
trafucaba y hablaba de capar a las monjas y follarse a los curas. En este punto
los guardias civiles solían retirar al orador de la palestra y llevarlo a pasar
la noche al cuartelillo, cosa que a mi futuro padre le venía muy bien, pues
hasta que se casó no tuvo que pagar pensión y, por otra parte, hizo muy buenas
amistades entre los números de la Guardia Civil, a quienes aleccionaba en el
dificilísimo arte de hacer trampas jugando al dominó, en partidas que duraban
buena parte de la noche y en las que obtenía las ganancias para seguir bebiendo
al día siguiente.
Con estos precedentes no es de extrañar
que el señor obispo dijera al bueno del abuelo Jeremías que se pusiera al yerno
en conserva. Pero tanto porfió en rogar el buen viejo que obtuvo, a cambio, el
puesto de mujer de faenas en el palacio episcopal para su hija Anacleta. De las
faenas domésticas que mi madre hacía, en el palacio del señor obispo y en otras
muy principales casas de la ciudad de Jaca, vivió mi familia, desde que
jubilaron al abuelo Jeremías y pusieron de sepulturero a un excombatiente
jorobado que era sobrino del obispo de San Sebastián, o tal vez hijo de su
barragana, como decían las malas lenguas.
Mi madre logró sacar adelante, fregando
con vocacional tesón, a una familia compuesta de un anciano improvidente, un
marido improductivo y dos hijos, que vinieron al mundo sin pan ni nada debajo
del brazo; uno de ellos primogénito y querido, al año escaso del matrimonio; el
otro, fruto de un descuido imperdonable, seis años más tarde. De nada le
valieron a mi madre las burdas triquiñuelas al uso, que urdió con una
voluminosa pera hueca de goma unida a un tubo rígido, con la aspiración de
abortar a su segundo hijo: en el único acto de fuerza de voluntad obstinada que
se me recuerda, vine al mundo contra viento y marea, una destemplada y nubosa
mañana de febrero del año de gracia y desgracias de 1952, en la pequeña ciudad
episcopal, y me bautizaron con el poco premonitorio nombre de Teófilo, desafortunado
lance, porque abandoné mis creencias religiosas en el umbral de los once años,
leyendo, en el retrete del instituto, el diálogo entre un sacerdote y un
moribundo del divino marqués de Sade, libro prohibidísimo entonces y que no sé
de donde saqué ni dónde lo tengo ahora.
Noto ciertas influencias de George RR Martin en estos textos. Principalmente porque a cada capítulo que pasa quedan menos títeres con cabeza...
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