Comentar este libro me permite introducir
una expresión que aún no he utilizado en este blog: es el descojono. Un
continuo y majestuoso descojono. Vale más que diga ya que el nivel de
objetividad de la presente reseña va a estar por los suelos: estoy hablando de
mi biblia, mi libro sagrado, mi guía personal y espiritual, el texto que releo
cuando mis constantes vitales flaquean, cuando mis biorritmos están bajos,
cuando la rueda de la Fortuna me arrastra a los más profundos abismos. El que
sea un libro tan conocido (y apreciado) fortalece mi fe en la humanidad
(lectora). Aun admitiendo que el mundo está falto de geometría y teología, ésta
fue una buena inyección, un aporte decisivo.
La historia es bastante conocida (y
triste en extremo). En 1969 John Kennedy Toole, el autor, un hombre joven que
aún no ha cumplido los 32 años, sumido en una fulminante depresión, se suicida
porque ningún editor ha querido publicar su libro. Él sabe que es una obra
maestra en su género, sólo el Quijote, Tristram Shandy o Papeles Póstumos Del
Club Pickwick han sentado precedentes de suficiente altura para esta novela
monumental, que duerme casi 20 años en un cajón, antes de que la madre del
autor vuelva a peregrinar por las editoriales y, zas, en 1980 se publica "La Conjura De Los Necios" (A Confederacy of Dunces) en
Estados Unidos, ganando el Pulitzer al año siguiente y consiguiendo en todo el
mundo un reconocimiento y una popularidad extraordinarios. Es posible que antes
no, pero en los ochenta la sociedad ya estuviera preparada para soportar la
originalidad y la grandeza de la concepción del mundo de Ignatius Reilly,
protagonista de la novela y uno de los personajes de ficción con más poderío de
la historia de la literatura.
¿Qué hace tan especial esta novela? Una
lectura superficial puede confundirla con una colección de anécdotas graciosas
y disparatadas, sin mucha coherencia ni excesiva sustancia. Por fortuna hay
pocos lectores que no perciben la majestuosidad de Ignatius, la coherencia de
su visión del mundo moderno y el redondo, cumplido, acabado conjunto de sus
peripecias en un mecanismo narrativo con una sincronización perfecta y una
pasmosa interconexión que no deja un cabo suelto, que no da una sola puntada
sin hilo. Si nos atenemos únicamente a la narración de aventuras, es asombrosa:
ha sido construido y levantado ante nuestros ojos un cosmos a escala, donde
todo se relaciona con todo, personajes y acciones se explican y se complementan
de manera recíproca en una creación en la que todo lo que ocurre es necesario,
ni un solo personaje o detalle es contingente, casual o superfluo. El mundo es
completamente explicado, azar y necesidad bailan la danza de las esferas, pura
teología y geometría.
Por otro lado está el personaje de
Ignatius: al sinsentido y al despropósito impuestos por la mentalidad social
moderna que ahorma la realidad con esa aberración llamada sentido común, opone
su despropósito y su sinsentido original, personal… Su derrota será la derrota
del individuo capaz de enfocar las cosas con un criterio propio. Claro, hay que
admitir que está loco, que es un egoísta y un irresponsable y que sus acciones,
aun guiadas por el buen gusto y la decencia, tienen consecuencias
catastróficas; pero el fracaso de Ignatius nos da más pena que risa, porque nos
apercibimos de que el mundo, el poder, la sociedad o como queramos llamarlo,
siempre triunfa imponiéndose y sojuzgando la personal locura de cada uno de
nosotros.
Los demás personajes constituyen un muestrario
de novedosos arquetipos, recién creados para iluminar nuestro tiempo: el
sufrido y tenaz patrullero Mancuso, la senil pero lúcida señorita Trixie,
Darlene, la bobalicona “bailarina exótica” de buen corazón, la codiciosa y
astuta Lana, Jones, tan improductivo como íntegro, el venenoso matrimonio Levy…
en fin un variopinto elenco, cuya vivacidad permite construir muchas historias
dentro de la historia.
Cabría distinguir cuatro partes en la
trama de esta curiosa y disparatada odisea. En la primera conocemos a Ignatius
y a su madre. Un fortuito intento de detención de aquél da lugar a una primera
catástrofe: su madre, que bebe siempre que tiene necesidad de reponerse,
destroza con su coche la fachada de un edificio y, dado que está harta del
inmaduro y exigente Ignatius, lo empuja a buscar un trabajo para poder pagar
los desperfectos causados. En la segunda, Ignatius trabaja en Levy Pants, una
empresa textil, donde su entusiasmo, su vagancia y su temeridad redentora se
combinan para desencadenar una segunda catástrofe de resultas de la cual, es
despedido. La tercera parte nos lo muestra como vendedor ambulante y consumidor
compulsivo de salchichas Paraíso, embarcándose en otra cruzada delirante que
precipitará un final apoteósico. La cuarta parte detalla minuciosamente las
consecuencias de este final para todos y cada uno de los personajes del
maravilloso y complejo retablo. Hay un feísmo muy deliberado en la descripción
de ambientes: la mohosa y maloliente habitación de Ignatius en una casa pequeña
y sucia, donde la pelusa se acumula en esferas de regular tamaño, el mugriento
y oscuro local del Noche de Alegría, un club de alterne de mala muerte, donde
una acción paralela a las andanzas de Ignatius convergerá con éstas, dando
lugar a espeluznantes resultados.
Siempre que hay acción o diálogos, el
autor intercala brevísimas descripciones, como relámpagos que, por acumulación,
nos iluminan y detallan de modo incesante las escenas y los personajes. Esto se
hace usando un tono, a la vez, sarcástico y misericordioso. Esta simpatía del
autor se transmite al lector que disculpa o comprende sin dificultad todas las
humanas miserias que desfilan, con tremenda crudeza y corrosivo humor, ante sus
ojos. El cóctel de acidez y compasión da un tono inigualable al relato. La
descripción acumulativa de Ignatius, con su estrafalario atuendo, sus gaseosos percances
digestivos y su tamaño monumental, se completa con el discurso de sus escritos:
asistimos a una exposición, en primera persona, de una visión totalizadora del
cosmos, llena de nostalgia medieval, militante contra los horrores del mundo
moderno y guiada por el buen gusto y la decencia, aunque incorpora chapuceras
martingalas psicologistas, con las que Ignatius sesga los vulgares hechos, justificándose
como el sujeto intachable que es.
He dejado para el final la revelación más
pasmosa: en realidad es una novela de amor. Hay una estrafalaria y aguerrida
Dulcinea en la vida de Ignatius. Más que una Dulcinea, puesto que al final su
presencia real rescata a Ignatius, que huye con ella de Nueva Orleans a Nueva
York y evita así su internamiento en el Hospital de Caridad, donde le esperaban
las mangueras de agua fría y las corrientes. Myrna Minkoff la “novia” de
Ignatius es su contrapunto: una guerrillera militante de todas las causas
sociales, que considera a Ignatius un reaccionario. El amor/odio de Ignatius
por esta “mozuela desvergonzada a la que habría que azotar hasta hacerla
sangrar” es la fuerza motriz que impulsa todas y cada una de sus hazañas. Los
dos lo ignoran, pero están enamorados. Es una lástima que la prematura muerte
del autor, nos privara de una sabrosísima y casi inevitable segunda parte de
las andanzas de esta cataclísmica pareja. La primera parte transcurre en Nueva
Orleans. La bola de cristal me dice que la segunda hubiera transcurrido en
Nueva York, ciudad que hubiera propiciado catástrofes de dimensiones aún
mayores. Pena.
Una estatua de Ignatius Reilly puede
verse hoy en el bloque 800 de la calle Canal, en Nueva Orleans, en el antiguo
emplazamiento de los almacenes D. H. Holmes, que es donde comienza la acción narrada
en el libro. Debería emprender algún día yo, una peregrinación hasta ese
sagrado lugar.
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