El título de esta entrada, lo tomo prestado de una novela (The Lost Language of Cranes, 1986), nacida de la pluma de David Leavitt, un escritor neoyorquino de gran predicamento en la comunidad gay. La novela habla de incomunicación, soledad y frustración y, sí, también habla de grúas.
Si mal no recuerdo, en algún capítulo, se contaba el
estrafalario caso de un niño desatendido, que imitaba el comportamiento de las
grúas porque era lo único que veía desde la ventana de su habitación. No es
sólo que en Norteamérica estén un poco “p’allá”, sino que, es cierto, las grúas
tienen un algo de misterioso y atractivo, sobre todo vistas al atardecer,
en el momento en que cesa su actividad, como acostumbraba yo a contemplarlas desde mi
ventana, cuando crecían como setas en las extensas afueras de mi pueblo.
Por aquél entonces, su misterio se
materializaba en que eran el símbolo más visible de una prosperidad económica,
más o menos ficticia, que se ha evaporado sin dejar otro rastro que la pobreza
que ya nos adornaba y otra tanta que hemos importado. Planteaban un enigma:
¿quién va a poder adquirir todas estas viviendas, si cuesta una vida ganar el
dinero necesario para comprar una casa?
Evidentemente las esbeltas grúas no
tenían la respuesta, su secreto lenguaje consiste, por estas tierras, en una
sucesión de silbidos y crujidos, unos ruidos como de mecánicos suspiros inertes
que el viento va tañendo en sus afilados perfiles. Ahora se echan un poco de
menos en el paisaje. Allá donde las levanten en este momento, escucharán su
idioma indescifrable (y algún niño perturbado como aquél de la novela, las
imitará extendiendo sus brazos y girando como un derviche).
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