Serafín observó cómo a través de la
ventanilla se deslizaba la estación y después los sucios arrabales de Zaragoza.
La suerte estaba echada, que el Señor, en su infinita Misericordia y Bondad, se
apiadase de su alma atormentada, de su convulso espíritu. La estameña del
hábito, humedecida debido al sudor provocado por el calor mortífero, y
sirviéndose del filo inmisericorde que remataba los crueles travesaños de los
bancos, en el atestado vagón de tercera clase, estaba acuchillando su trasero.
Pronto volverían a atormentarle las hemorroides con las que el Señor le
obsequiaba para ayudarle a tener presente Su dolorosa Pasión y Muerte.
No se había bajado a enlazar con el tren
hacia Jaca. Había continuado su viaje en el mismo convoy y, en este momento, su
destino era Barcelona, la Ciudad Condal, la moderna y afamada nueva Babilonia,
donde su alma iba a correr inéditos e inimaginables peligros, debidos al
magnetismo que en la gran urbe tenían todo tipo de vicios y pecados, incluidos
los capitales, con gran preponderancia, Dios le guardase, de la lujuria.
Si es que no había caído ya en las garras
del maligno. Por lo pronto había desobedecido al padre Mamilano, al viejo abad
que lo había expulsado del convento y cuya senectud no le impidió acompañarle
hasta el tren, para asegurarse de su partida. Las instrucciones del severo
carcamal habían sido muy precisas:
-
Toma, catástrofe con patas, aquí tienes el billete, no lo pierdas, tendrás que
hacer transbordo en Zaragoza. Seguramente será necesario incluso cambiar de estación
y coger el tren de Canfranc que va hasta Jaca. Pregunta al revisor antes de
llegar a Zaragoza. Él te dirá la mejor manera de enlazar con el otro tren. Aquí
tienes cincuenta pesetas por si te alcanzara algún percance. Ya le he escrito
una carta a tu tío el obispo, explicándole las circunstancias que aconsejan tu
exclusión del monasterio y, dado que aún no habías pronunciado los votos, tu
retorno al estado seglar. Espero que él tenga más suerte que yo y consiga sanar
tu espíritu endemoniado. Adiós criatura.
-
Con los debidos respetos, padre Mamilano, santidad, no son demonios, sino
ángeles y beatos los que se muestran y arrebatan mi alma. En cuanto a los
votos, los he pronunciado, en el íntimo secreto de mi…
Las últimas palabras de Serafín se
perdieron en el viento y en los chirridos que hizo el convoy al arrancar. Pasó
una larga tarde y la noche entera en duermevela, mecido por el perezoso
traqueteo del tren que bajó lánguidamente de los fríos páramos al valle, en el
que se internó cuando amanecía. A media mañana llegaron a Zaragoza, la
temperatura había subido más de veinticinco grados dentro del vagón, que se
había convertido en una sartén, pero Serafín había decidido continuar su viaje
y no bajó al andén. Atardecía cuando el tren, dejando atrás Caspe, se internó
por un terreno escabroso donde los túneles se sucedían casi sin interrupción.
En la estación de Caspe había bajado a dispensarse un refrigerio y en la
cantina tomó de una bandeja un bocadillo de tortilla de berenjenas, rancio y
salado, que la buena cantinera declinó cobrarle al ver sus sayas frailunas, su
tonsura y su humildísimo aspecto. Serafín lo engulló pacientemente, chupándose
los chorretones de grasa de los dedos y aguardando a que el altavoz instara a
los viajeros a subir al tren, cosa que ocurrió cuando éste finalizó sus
cuarenta y cinco minutos de indescifrables maniobras, salpimentadas de mazazos,
estampidos de hierros y crujidos de parachoques y enganches. Cuando el fraile
subió al vagón y se acodó en la ventanilla, sufrió un agrio ataque aceitoso
desde su estómago y un acceso agudo de sed. Un aguador pregonaba su mercancía
blandiendo un rechoncho botijo en el andén. Al llamarlo Serafín, le tendió el
botijo exigiendo a cambio una moneda de dos reales. Serafín bebió largamente a
gargalé, manteniendo la cabeza y el botijo en el exterior de la sucia
ventanilla. El tren arrancó bruscamente, Serafín trastabilló y el aguador
gritó.
-¡No deje caer el botijo! ¡Póngamelo al
alcance que yo lo cojo!
Pero el tren había arrancado con un brío
inusual y, por más que corría el aguador, Serafín no podía tenderle el botijo
lo suficientemente cerca como para que aquél pudiera agarrarlo. Al final, el
pobre aguador galopaba frenéticamente alzando la mirada hacia la ventanilla de
Serafín y no vio el poste señalizador que desviaría su tabique nasal para
siempre.
De ésta manera, un tanto deshonrosa a
ojos de los demás viajeros, incorporó Serafín el panzudo y voluminoso
cachivache a su exiguo ajuar. Quizá pudiera devolverlo por giro postal, o tal
vez le resultara útil. Por el momento, seguía teniendo sed.
Cayó la noche y pronto no supo si
circulaba por el exterior o por el interior de la interminable serie de
túneles. El cansancio le venció y comenzó a dar cabezadas llenas de
voluptuosidad. Una mano golpeaba su hombro y abrió un ojo, mientras un acogedor
sueño de apartados y oscuros cuartos de limpieza, con los deliciosos arrumacos
de una ajamonada y cálida sirvienta, se disolvía retornando a las tinieblas.
Cuando pudo enfocar la mirada, vio que seguía en un largo rosario de túneles y
fogonazos de aurora, el sol se alzaba desperezándose sobre el mar, la mar que
nunca había visto Serafín en toda su vida. Pero el éxtasis duró poco, un
vigoroso revisor le seguía sacudiendo el hombro:
-
Hermano, ¿me enseña su billete, por favor?
-
¿Eh? ¡Ah! ¿Falta mucho para Zaragoza?
-
Pero, por Dios, si va usted en dirección contraria, hermano, ¿dónde se ha
subido usted? A ver el billete, ¡Pero si se ha pasado usted de largo! Hace casi
un día entero que dejamos atrás Zaragoza…
-¡Virgen Santísima! ¡Santo Cielo! Ya me
parecía que el viaje duraba en exceso. Debí quedarme dormido… Y ahora, dígame,
¿qué puede hacer un pobre fraile mendicante como yo? Los hermanos de mi orden
me esperaban en Zaragoza, dispuestos a llevarme a ver a la Santísima Virgen del
Pilar, para que pudiera besar su Manto e implorar si a mi fe le era dada la
curación de una incipiente lepra que, a no tardar se manifestará en llagas,
abscesos, pupas y forúnculos como éste que le voy a enseñar y que me está
martirizando en la axila…
El revisor dio un paso atrás, los demás
viajeros ya se habían amontonado a una respetuosa distancia de Serafín.
Parapetándose en una carpeta el revisor dijo:
-
No se preocupe, hermano, estamos llegando a Barcelona y, de allí podrá regresar
a Zaragoza en un mercancías con vagones cargados de sal que saldrá a
continuación en dirección contraria, yo mismo telefonearé a los Capuchinos de
Zaragoza para que le aguarden en Delicias.
Y diciendo esto, salió al galope del
vagón para no volver por allí en todo el resto del viaje, dejando a Serafín un
poco mareado, con el acre regusto de las mentiras infectando todavía su boca.
Algo menos de dos horas y tres rosarios más
tarde, perforando una luminosa, dorada y tibia mañana mediterránea, el tren
hacía su llegada a Barcelona, los raíles rechinaban al frenar el largo convoy,
mientras la locomotora lanzaba sus humeantes estertores y el vapor pedorreaba
en sus válvulas. Serafín, medio deslumbrado por la magnificencia de la Estación
del Norte, bajó al andén su modesto equipaje y su botijo, el humo y el asombro
le hacían parpadear, la carbonilla le hizo comenzar un penoso lagrimeo, la
multitud le zarandeaba a empujones y él giraba sobre sí mismo sin saber hacia
dónde dirigir sus pasos. Nunca había estado en un edificio tan grande, tan
magnífico, tan intimidatorio. Buscó la salida a trompicones. En el vestíbulo
alguien había olvidado un periódico en un banco de madera. Lo cogió y le echó
un vistazo: “La Vanguardia Española, 2 de Julio de 1965”, lo hojeó y supo al
punto que no estaba equivocado. Debía trazar un plan y darse prisa, sus
visiones no le habían confundido ni engañado.
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