Aquél tórrido verano de 1966 anduvimos
inmersos en el descubrimiento del sexo. Del propio, porque el complementario íbamos
a tardar algunas temporadas más en descubrirlo, fuera del terreno de unas vagas
nociones intuitivas. Unos más pronto y otros más tarde, arribamos a ese
inexplorado terreno, pero siempre a cuentagotas y, en general, tardísimo.
Para empezar, las gachís, genérico que
utilizábamos entonces, eran para nosotros unos seres tan desconocidos como si
hubieran procedido de la galaxia más remota del Universo. Sus costumbres
gregarias y sus risitas cantarinas nos exasperaban de un modo extenuante y
molesto. De todas formas, un irresistible impulso, una oscura atracción, nos
hacía interesarnos por todo lo relativo a esos seres con los que íbamos a
compartir la sala de clases durante el siguiente curso y que, de repente,
llamaban nuestra atención con una especie de grito, que nos pulsaba
interiormente como los latidos de nuestra propia sangre.
Recuerdo haber ignorado, durante un
tiempo a todas luces excesivo, todo lo relativo a su anatomía. Era curioso:
sentía una intensísima pulsión física ante la mera proximidad de cualquier
gachí que “estuviera buena”, desconociendo por completo y más que por completo
en qué consistía “estar buena” y qué atributos, trazas o formas caracterizaban
ese aspecto que, por otra parte, me traía de cabeza. Y a mis amigos y
compañeros, no digamos.
Un día, Chus me enseñó un libro que había
sacado de la biblioteca del Instituto, un raidísimo y pringoso ejemplar del
Decamerón, la inmortal colección de relatos de Giovanni Bocaccio:
-
Mira, mira Pinchaúvas, lo que me he agenciado, este libro es más verde que los
chistes que cuenta Jezú. Te voy a leer un trozo pero no te pongas cachondo,
escucha. - Y continuó, leyendo con aplomo una página muy gastada y algo
amarillenta:
-
“Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de
la tinaja, que no era muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el
hombro, comenzó a decir a su marido:
—Raspa aquí, y aquí y también allí...
Mira que aquí ha quedado una pizquita.
Y mientras así estaba y al marido
enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su
deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no
podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía
toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos
los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de
Partia, a efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo punto se
completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la
cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera.”
Luego me leyó la historia en la que “Alibech
se hace ermitaña, y el monje Rústico la enseña a meter al diablo en el
infierno, después, llevada de allí, se convierte en la mujer de Neerbale.” La
verdad es que acogimos, primero yo y luego Josemari, estas citas con grandes
aspavientos y muestras de rijosidad pero, en realidad, apenas sabíamos de qué
iban semejantes cosas.
Para empezar, estaba o estábamos
absolutamente indocumentados sobre las cuestiones físicas o anatómicas relativas
al otro sexo. Ni Josemari, ni Chus, ni yo, teníamos hermanas que pudiéramos
haber observado o espiado subrepticiamente. Otro compañero, a quien llamábamos
Jezú, un hijo de militar, procedente del sur y algo mayor que nosotros, sí tenía
una hermana, bastante guapa por cierto, y él, siempre derrochando una simpatía
cafre y cuartelera, se tomaba la molestia de orientarnos respecto de las
picardías básicas, pero sus informaciones procaces, vulgares y chistosas, eran
muy vagas en lo tocante a lo que de verdad nos hubiera iluminado: se limitaban
a chascarrillos brutales sobre la “rajita”, el “sepillito” o el “chocho”, cuando
no bromeaba en términos aún más gruesos, parece que lo estoy oyendo, “estaba yo
allí en el sine, en Ronda, que no es como aquí, allí la gente monta un
cachondeo que te mueres durante la película y, a oscuras, de repente un tío se
tira un pedo, oye tú, como un trueno con tropesones. Y uno dise en arto ¡ese
culo pide polla! Y desde la otra punta del sine, otro contesta gritando ¡y esa
boca pide mieeerda!” Y se reía feliz de su anécdota y luego se iba a desplumar
a algún pardillo que quisiera jugar con él al siete y medio.
Como no se habían popularizado otras
drogas que el clarete, la cerveza y el tintorro, en aquellos tiempos, el vicio
prohibido de buena parte de la juventud y el que provocaba pesadillas a los
padres dispuestos a preocuparse, era el juego, las cartas, donde enseguida
podías perder mucho más dinero del que tenías… Gracias al celo del Caudillo y sus,
por entonces, numerosísimos adláteres, tampoco había publicaciones eróticas,
donde hubiéramos podido satisfacer lo más básico de nuestra curiosidad. Eso sí,
la villa estaba superpoblada de curas, que insistían en que los pecados contra
el sexto y el noveno mandamiento eran los que más enfurecían a Dios. Y en que
no habría ni una pizca de misericordia para los guarros y degenerados que se
daban a esta inmunda forma de pecar. Nosotros no teníamos ni idea de cómo podía
desobedecerse el mandato divino en este terreno y tampoco Jezú nos lo aclaraba
mucho: “En este pueblo follar no es pecado, es un milagro. Además, no se pa qué
nos ha puesto Dió en el cuerpo la sona recreativa, si luego pensaba prohibinos
que nos fuéramo allí a columpiá”.
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