Una tarde, estábamos en la biblioteca del casino
Principal, una sala con periódicos y revistas y una vitrina con libros tras
unas puertas de cristal que nadie abría jamás, y Chus me llama con gestos
perentorios. “¡Mira, mira, Pinchaúvas! ¡Maña, qué araña!” Tenía la revista
Blanco Y Negro abierta por una página donde una chica, con los brazos cruzados,
mostraba precisamente lo que tras ellos se ocultaba, en un juego que yo
tardaría bastante en comprender y, desde luego, el censor no había comprendido
en absoluto. Le iba a decir a Chus que era agradable de ver, cuando vi algo
menos agradable en la entrepierna de su pantalón, levantada casi un palmo hacia
adelante respecto de su posición normal, o por lo menos habitual: una mancha
oscurecía el paño pardo de su tirante bragueta, era del tamaño de un escupitajo
e iba extendiendo de manera paulatina sus bordes… “Mira que eres guarro,
macho”, le dije, pero los demás usuarios de la sala, todos ellos viejos
cascarrabias avinagrados, me hicieron callar con sus airados “¡Chssst, que así
no hay quién pueda leer, chavales! ¡Iros a la calle a encorrer a las mocetas!”
Tomado del blog jacaenlamemoria |
En definitiva, acabó siendo Josemari el que nos
ilustró sobre los más relevantes misterios relativos a la apariencia y
funciones del organismo femenino que, hasta entonces, desconocíamos a
conciencia. Un día se presentó en el Rompeolas, donde habíamos quedado, con un
bulto rectangular bajo la camisa. Para los que desconocen la hermosa ciudad de
Jaca, aclararé que el citado Rompeolas nada tenía que ver con el inexistente
mar: era un promontorio despejado al fondo del Paseo, con una baranda de piedra
y asientos donde sentarse a contemplar la pequeña vega del río Aragón. Los adolescentes
(aunque este término todavía no se estilaba) pasábamos allí interminables
veladas, perdiendo lo único que teníamos a montones: el tiempo. Como era una
tarde luminosa pero fresca, en la que nos habíamos dispensado del baño en las
piscinas, nos instó a bajar hasta el otro lado del Puente San Miguel “para
estar tranquilos”, sentándonos al borde del camino que sube hasta el pueblecito
de Asieso. Nosotros queríamos saber a qué venía semejante destierro y entonces
nos lo enseñó. A escondidas (“si me cogen, me la cargo, ya conocéis a mi
padre”), había sustraído o chorizado en la biblioteca de su casa, un manual
básico de Ginecología y Obstetricia, de cuando su progenitor, el dentista, era
estudiante de medicina. Y allí estaba casi todo lo que queríamos saber: en un
grabado amarillento y ajado, con pretensiones de fotografía, se ofrecía, a
página completa, la entrepierna profusamente etiquetada de una fémina en
tendido supino, con los muslos separados: el velloso monte de Venus, los labios
mayores y menores con el capuchón del clítoris, el meato urinario y el orificio
vaginal que mostraba el himen (“por aquí se mete y hay que romper, cuando se
hace la primera vez, esta membrana”, “¡Ajjj, qué asco!”)…
No era en verdad una
visión muy seductora. Para nosotros, no resultaba más cautivador o atrayente
que imaginar un balde de mondongo. Además, Josemari, que se había empollado a
conciencia el manual dispuesto a fardar de enterado toda la tarde, nos ilustró,
sin omitir ningún detalle, sobre los procesos de ovulación y menstruación y, a
renglón seguido, pretendió explicarnos los detalles más crudos y truculentos de
un parto. Yo estaba un poco aturdido y mareado y casi me entraron ganas de
vomitar. El misterio había saltado hecho añicos ante la despiadada perorata de
mi amigo, buena parte del encanto estaba arruinada para siempre, habíamos
descubierto aquello que se esconde tras la intimidad, el enigma había dejado de
intrigarnos. A partir de ese momento, olvidaríamos el tema y no volveríamos a
pensar en ello jamás. Nunca. En la vida. De ningún modo podríamos superar la
repulsión que nos embargaba al conocer el sucio mecanismo y sus viscosos
engranajes. Oscurecía y volvimos en silencio, sólo Chus dijo: “no sé si voy a
poder cenar”…
No sé cuánto tardarían los otros, pero yo no lo
pude superar hasta esa misma noche en mi casa: sólo y acostado en mi cama (mi
hermano se había ido a una verbena), dándole vueltas a las repugnantes
revelaciones de esa tarde, empecé a tocarme y un torbellino de puro deleite me
cerró los ojos antes de caer en un sueño inusualmente tranquilo.
Tomado del blog jacaenlamemoria |
Había ingresado en esa larga época de las
continuas fantasías que abocan, sin descanso, a la masturbación. Y para colmo,
no creo haberlo dicho, pero había una chica que me gustaba. Y ahora podía
poblar su inasible misterio de toda clase de pelos y señales.
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