“Cristo ha resucitado, ¡aleluya!” Con
este más bien poco novedoso mensaje, el señor Pope Francis decretaba esta
mañana en Twitter el final del luto conmemorativo que cada año, de diversas
maneras, escenifican sus seguidores en honor de la Pasión y Muerte de su
Redentor. De todas maneras, las nuevas tecnologías parecen ser la panacea para
los difusores de frases obvias, lemas políticos, citas y convocatorias,
eslóganes, consignas y otros elementos de gran simplicidad o simpleza: el
mensaje ha sido re tuiteado centenares de miles de veces, por unos fieles que,
tal vez no sepan o no tengan presente que Cristo ha de resucitar necesariamente
todos los días en sus corazones.
En mi pueblo, el punto culminante de la
celebración que hoy damos por concluida, es la llamada procesión del Santo
Entierro. Para mí, que adolezco de palpable incredulidad, no deja de ser un
acto folclórico de notoria seriedad, consistencia y empaque al que, pese a sus
vigorosos tambores, le falta un poco de ritmo y acaba haciéndose un pelín
demasiado largo.
Yo he conocido estos desfiles
procesionales, en las tierras de Aragón, a través de tres fases históricas muy
señaladas y me refiero solamente a los tiempos recientes. Nadie me ha pedido
que lo haga, pero las voy a enumerar, comentándolas con brevedad, porque estos
testimonios se me olvidan y, cuando tenga nietos, no se los voy a poder contar
si no los tengo apuntados.
La primera fase, que llamaré nacionalcatólica,
fue la de mayor severidad y mayor prestancia, los desfiles eran bastante
multitudinarios y tenían un mucho de ominoso e intimidatorio. La Guardia Civil,
en uniforme de gala, iba marcando el paso. Las autoridades civiles, militares y
eclesiásticas nutrían una numerosa y severa comitiva, cuya seriedad rayaba en la
adustez y el desabrimiento. Los espectadores guardábamos un silencio y una
circunspección acordes con la fervorosa solemnidad del acto. Y según creo
recordar, cuando pasaba el Santo Sepulcro, teníamos que hincar las rodillas en
la acera, en señal de respeto a la sagrada víctima del magnicidio.
De la noche a la mañana, con la llegada
de la transición política, las procesiones entraron en la fase que llamaré
penosa. Un lamentable declive se posesionó de las manifestaciones religiosas
que vieron reducido su censo de manera espectacular. Además, los escasísimos
penitentes iban al trote y como a hurtadillas. Los pasos eran acarreados, casi
uno a continuación de otro, formando un pesaroso y deslucido convoy, que pasaba
por delante de los bares, otrora cerrados y a la sazón abarrotados, otrora
silenciosos y ahora haciendo retumbar la música rock en sus portales. Los
itinerarios se acortaron de modo drástico. Las autoridades civiles enviaban
desganadamente uno o dos representantes, mientras los alcaldes, para ganar los
votos y las simpatías entre el creciente descreimiento de las masas, se
jactaban de no acudir a semejantes actos de carácter primitivo, ponderando su
obsolescencia antediluviana.
Y cuando muchos ya no lo esperábamos,
resurge el fervor con la masiva presencia del tambor. Los desfiles vuelven a
contar con larguísimas hileras de cofrades entre paso y paso, algunos pasos
pierden las ruedas y vuelven a ser llevados en volandas, a pulso, por los
penitentes más jóvenes y vigorosos. Centenares de encapuchados golpean con
unción, con fuerza y ritmo en los parches, consumando sesiones maratonianas.
Casi diría que, durante unos años, el éxito colapsa unos desfiles interminables
y cuasi festivos. Las bandas ensayan largamente para el evento. Vuelve la
presencia de las autoridades, si bien más discreta que en la fase
nacionalcatólica.
A esta última fase, que ya da signos de
haberse estabilizado en su masiva presencia callejera, la llamaré fase folclórica.
No es que quiera ser irreverente, pero su sustancia religiosa me parece un poco
endeble: como un maquillaje, o un barniz… Y lo que prima es una manifestación
festiva atávica, que bien, bien, no sé en qué consiste. Admito por supuesto
cualquier discrepancia posible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario