El paraje que hoy muestro en unas
fotografías pretendidamente atemporales, es conocido en mi pueblo como “La
nariz de Castro”, no osaría contestar acerca de cuál es el motivo de semejante
dedicatoria, ni tengo la menor idea de quién era el tal Castro, el homenajeado
nasón, ni en qué época vivió para dar bautismo a tan precaria roca.
Roca que ya hizo acto de presencia por
este blog en la entrada del 12 de diciembre de 2012, pero como mis paseos
otoñales me llevan una y otra vez a su sombra entre ominosa y sedante, hoy, en
plan monográfico, le dedico unas cuántas imágenes más, para darla a conocer a
los forasteros, aunque sin ánimo de dar pie a unas envidias improcedentes. A
fin de cuentas, no es que sea nada del otro mundo: estos relieves sedimentarios
de roca arenisca abundan por estos campos más que las carrascas que los
agrietan, los almendros bordes que los coronan, o los enseres basurientos que
abandonan a su vera algunos desaprensivos, quizá con ánimo de contrarrestar el
afanoso reciclaje del grueso de la población.
La roca tiene el tamaño aproximado de un
autobús que se alzara encabritado sobre sus cuartos traseros. Vista desde el
sur, parece una más de las areniscas redondeadas por la erosión. Pero, desde la
otra cara, muestra un equilibrio más que improbable: parece que se vaya a
volcar de un momento a otro. Parece que pudieras irla a captar mientras
bascula. No obstante, aquí entra lo que llamamos el tiempo geológico: se va a
desprender con toda seguridad, el caso es que no sabemos si dentro de 15 días,
o dentro de 15.000 años. Mientras tanto, permite fotografiar una imagen certera
de la incertidumbre. Yo creo que todo lo que conozco está en este equilibrio
imposible, es el que beneficia nuestra propia existencia, al menos hasta que se
desploma.
Así que, cada vez que paso por debajo, la
animo a aguantar, a resistir las lluvias, los vientos y las heladas una
temporada más. Vamos, sigue ahí.
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