miércoles, 14 de octubre de 2015

La Pequeña Ciudad Episcopal En Tiempos De Los Beatles 43

Primero, el museo de Bellas Artes tuvo un pase, pero a continuación, del museo catedralicio salimos atiborrados de copones, ahítos de custodias, empachados de casullas, hasta la coronilla de mitras, cansados de báculos, hastiados de estolas, saturados de sobrepellices, atracados de patenas, atufados de incensarios, empalagados de hisopos y habiendo apurado todos los cálices. Hasta el vocacional empeño de Mateo, que había babeado con fruición ante los cuadros de Murillo, Velázquez, Zurbarán y otros pintamonas, dio en apagarse y se aburrió aquí como un muerto en un velatorio. Semejante desfile de orfebrería, vajilla y moda litúrgica hubiera extenuado a la más recalcitrante beata, así que escapamos de allí como a presión, dispuestos a aprovechar las migajas de la tarde, empezando por la inspiración de aire puro para reemplazar al rarefacto de las apolilladas y mohosas capillas, de las umbrosas naves, de los pasillos interminables. No estaba previsto que nos dieran cena, pues estábamos a media pensión en el decrépito hotel, al que Pichot y la Borau nos instaron a volver antes de las dos de la madrugada, so pena de dormir en la calle.

 
Nos internamos, como una manada de sarrios en celo, por el parque de Maria Luisa, intentando ligar con nuestras infructuosas tácticas, ésas que tan mal resultado nos daban en el Paseo de Jaca. Dimos más vueltas que un burro de noria, sólo para comprobar con desazón que nuestras compañeras de viaje y paisanas sí que habían ligado con un grupo de mozos muy repeinados, algo mayores para ellas, pero qué se le va a hacer, no se puede triunfar al cien por ciento. Por nuestra parte, no disfrutamos ni de la oportunidad de pedir la hora, así que nos desplazamos a cruzar el puente con intención de alcanzar el barrio de Triana, donde esperábamos callejear, ir de tascas y anegar en alcohol, como de costumbre, nuestra furia y amargura inefables.

Oscurecía en el exterior, mientras se aclaraba débilmente el interior brumoso de un figón donde nos dispensaban, a muy buen precio por cierto, una churretosa tortilla de patatas con unas cantidades de vino que hubieran requerido de la laboriosidad de una cohorte de cosecheros afanados en calmar nuestra sed insondable. La bebida y el ambiente festivo desataron una muestra de nuestros folclóricos berreos y gañidos, que allí debían parecer rebosantes de exotismo y nos granjearon, contra toda lógica, primero la curiosidad y más tarde la simpatía de algunos desocupados parroquianos, en apariencia mucho más sobrios que nosotros, aunque he aprendido mucho más adelante que los habitantes del sur disfrazan de una serena jovialidad zumbona curdas que a nosotros nos harían revolcarnos por el suelo, perdida toda contención y decencia, así que declaré una amistad íntima e imperecedera a todos los que nos rodeaban, las rondas intensificaron el alegre intercambio de folclore y otras lindezas; di palmas con ellos hasta que me salieron en las manos unos callos como si hubiera estado jugando al futbolín cinco días seguidos sin encajar un gol, con ellos cambié tres o cuatro veces de figón trasegando lo que no está escrito en ninguna oda a Dionisos y, con un repentino aunque efímero desasosiego, me di cuenta de que había extraviado a mis compañeros de Jaca. Ya no era capaz de otear a ninguno de ellos y decidí no darle importancia, estaba en mi salsa.

 
Fuimos a parar a una placita con farolas de luces arracimadas, donde había más bancos que en una iglesia. Y, aunque habitualmente no fumaba, compartí algunos cigarrillos con mis nuevos camaradas, que se petaban de risa viéndome aspirar con fruición, toser con los ojos desencajados y lagrimear gargajos.

 - Es que no tengo costumbre, - les dije – en mi pueblo llevaba mucho tiempo sin probar el tabaco y éste lo encuentro muy fuerte.

Después sacaron algunos sellos y se pusieron a chuparlos como si fueran a enviar cartas esa misma madrugada, era un poco raro: se consumían como los recortes de hostias que mi madre, como si fueran golosinas, me traía alguna vez del palacio del obispo. De modo que también los probé, casi con aprensión, apenas con la punta de la lengua, y sabían a una especie de sidral o algo igualmente ácido. Me comenzaban a dar mareos y veía las cosas de un modo raro, mucho más confortable que el habitual. Me sentía tan libre de preocupaciones que me hubiera quedado toda la vida en aquella placita donde las cascadas de luz tintineaban en la forja de los bancos o se remansaban en los pulidos travesaños de madera. Estaba tan a gusto, que me acordé del día de mi primera comunión.

 
Habían llegado algunas chicas, extremo que me pareció muy raro, pues ya era una hora muy tardía. Una de ellas, muy resuelta, tenía una motoreta y me abordó tras aparcarla, ella a mí, caso que no se me había ocurrido que me pudiera pasar a aquellas alturas. Se llamaba, me dijo, Macarena y rebosaba simpatía, dulzura, salero y un extraño olor a pan recién hecho. Me recordaba a Cheles, pero Cheles era, en comparación, una sosita con una minúscula lucecita interior. Ésta en cambio, me puso los nervios del revés con tres o cuatro frases que, ahora, no soy capaz de recordar. Ni tampoco recuerdo de qué estuvimos hablando, hasta que la aurora de rosáceos dedos tiñó de una débil claridad una esquina del firmamento abovedado sobre la placita. Ni menos aún recuerdo en qué circunstancias nos quedamos a solas y propuso llevarme al parque de María Luisa, cercano al hotel donde no valía ya la pena que fuera a dormir. “No te muevas hacia los lados, que nos vamos a caer”: es la única frase que soy capaz de rememorar, con su timbre nacarado y cantarín. Cuando llegamos al parque, nos tumbamos en un pequeño corro de césped deslustrado. Y no, tampoco recuerdo si nos abrazamos o me la estuve meneando guiado por sus cariñosas indicaciones. No recuerdo nada, acaso una bruma creciente y una cálida negrura en la que me envolví por completo.

 

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