Primero, el museo de Bellas Artes tuvo un pase,
pero a continuación, del museo catedralicio salimos atiborrados de copones, ahítos
de custodias, empachados de casullas, hasta la coronilla de mitras, cansados de
báculos, hastiados de estolas, saturados de sobrepellices, atracados de
patenas, atufados de incensarios, empalagados de hisopos y habiendo apurado
todos los cálices. Hasta el vocacional empeño de Mateo, que había babeado con
fruición ante los cuadros de Murillo, Velázquez, Zurbarán y otros pintamonas,
dio en apagarse y se aburrió aquí como un muerto en un velatorio. Semejante
desfile de orfebrería, vajilla y moda litúrgica hubiera extenuado a la más
recalcitrante beata, así que escapamos de allí como a presión, dispuestos a
aprovechar las migajas de la tarde, empezando por la inspiración de aire puro
para reemplazar al rarefacto de las apolilladas y mohosas capillas, de las umbrosas
naves, de los pasillos interminables. No estaba previsto que nos dieran cena,
pues estábamos a media pensión en el decrépito hotel, al que Pichot y la Borau
nos instaron a volver antes de las dos de la madrugada, so pena de dormir en la
calle.
Nos internamos, como una manada de sarrios en
celo, por el parque de Maria Luisa, intentando ligar con nuestras infructuosas
tácticas, ésas que tan mal resultado nos daban en el Paseo de Jaca. Dimos más
vueltas que un burro de noria, sólo para comprobar con desazón que nuestras
compañeras de viaje y paisanas sí que habían ligado con un grupo de mozos muy
repeinados, algo mayores para ellas, pero qué se le va a hacer, no se puede
triunfar al cien por ciento. Por nuestra parte, no disfrutamos ni de la oportunidad
de pedir la hora, así que nos desplazamos a cruzar el puente con intención de
alcanzar el barrio de Triana, donde esperábamos callejear, ir de tascas y
anegar en alcohol, como de costumbre, nuestra furia y amargura inefables.
Oscurecía en el exterior, mientras se aclaraba
débilmente el interior brumoso de un figón donde nos dispensaban, a muy buen
precio por cierto, una churretosa tortilla de patatas con unas cantidades de
vino que hubieran requerido de la laboriosidad de una cohorte de cosecheros afanados
en calmar nuestra sed insondable. La bebida y el ambiente festivo desataron una
muestra de nuestros folclóricos berreos y gañidos, que allí debían parecer
rebosantes de exotismo y nos granjearon, contra toda lógica, primero la
curiosidad y más tarde la simpatía de algunos desocupados parroquianos, en
apariencia mucho más sobrios que nosotros, aunque he aprendido mucho más
adelante que los habitantes del sur disfrazan de una serena jovialidad zumbona
curdas que a nosotros nos harían revolcarnos por el suelo, perdida toda
contención y decencia, así que declaré una amistad íntima e imperecedera a
todos los que nos rodeaban, las rondas intensificaron el alegre intercambio de
folclore y otras lindezas; di palmas con ellos hasta que me salieron en las
manos unos callos como si hubiera estado jugando al futbolín cinco días
seguidos sin encajar un gol, con ellos cambié tres o cuatro veces de figón
trasegando lo que no está escrito en ninguna oda a Dionisos y, con un repentino
aunque efímero desasosiego, me di cuenta de que había extraviado a mis
compañeros de Jaca. Ya no era capaz de otear a ninguno de ellos y decidí no
darle importancia, estaba en mi salsa.
Fuimos a parar a una placita con farolas de
luces arracimadas, donde había más bancos que en una iglesia. Y, aunque
habitualmente no fumaba, compartí algunos cigarrillos con mis nuevos camaradas,
que se petaban de risa viéndome aspirar con fruición, toser con los ojos
desencajados y lagrimear gargajos.
- Es que
no tengo costumbre, - les dije – en mi pueblo llevaba mucho tiempo sin probar
el tabaco y éste lo encuentro muy fuerte.
Después sacaron algunos sellos y se pusieron a
chuparlos como si fueran a enviar cartas esa misma madrugada, era un poco raro:
se consumían como los recortes de hostias que mi madre, como si fueran
golosinas, me traía alguna vez del palacio del obispo. De modo que también los
probé, casi con aprensión, apenas con la punta de la lengua, y sabían a una
especie de sidral o algo igualmente ácido. Me comenzaban a dar mareos y veía
las cosas de un modo raro, mucho más confortable que el habitual. Me sentía tan
libre de preocupaciones que me hubiera quedado toda la vida en aquella placita
donde las cascadas de luz tintineaban en la forja de los bancos o se remansaban
en los pulidos travesaños de madera. Estaba tan a gusto, que me acordé del día
de mi primera comunión.
Habían llegado algunas chicas, extremo que me
pareció muy raro, pues ya era una hora muy tardía. Una de ellas, muy resuelta,
tenía una motoreta y me abordó tras aparcarla, ella a mí, caso que no se me
había ocurrido que me pudiera pasar a aquellas alturas. Se llamaba, me dijo,
Macarena y rebosaba simpatía, dulzura, salero y un extraño olor a pan recién
hecho. Me recordaba a Cheles, pero Cheles era, en comparación, una sosita con una
minúscula lucecita interior. Ésta en cambio, me puso los nervios del revés con
tres o cuatro frases que, ahora, no soy capaz de recordar. Ni tampoco recuerdo
de qué estuvimos hablando, hasta que la aurora de rosáceos dedos tiñó de una
débil claridad una esquina del firmamento abovedado sobre la placita. Ni menos
aún recuerdo en qué circunstancias nos quedamos a solas y propuso llevarme al
parque de María Luisa, cercano al hotel donde no valía ya la pena que fuera a
dormir. “No te muevas hacia los lados, que nos vamos a caer”: es la única frase
que soy capaz de rememorar, con su timbre nacarado y cantarín. Cuando llegamos
al parque, nos tumbamos en un pequeño corro de césped deslustrado. Y no,
tampoco recuerdo si nos abrazamos o me la estuve meneando guiado por sus
cariñosas indicaciones. No recuerdo nada, acaso una bruma creciente y una
cálida negrura en la que me envolví por completo.
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