viernes, 17 de mayo de 2013

Al Filo Del Desastre

Fue el gran Gabriel Celaya el que escribió aquello de “La poesía es un arma cargada de futuro”. Pobre. En sentido literal. Pasó sus últimos años en la más completa indigencia. Al parecer, la poesía es un arma cargada de pretérito y, enmendando a Césare Pavese, ya no creo que exista el “oficio de poeta”. Ni siquiera aquella “inmensa minoría” que reclamaba Juan Ramón Jiménez, lee ya versos. En mi generación, la inmediatamente anterior a los yogures, era raro el estudiante que no hacía sus pinitos llegado a las primeras palpitantes tibiezas de los amores adolescentes. Luego, muchos lo dejaban y algunos continuábamos con el gusanillo, una década más, hasta que lo abandonábamos, o porque éramos meros artesanos de los ripios, o porque las musas se habían ido con las estrellas del rock, o porque el sentimiento de lo inefable ya no habitaba en nosotros o, simplemente, porque la poesía ya no tenía ningún futuro en nosotros. Leí una vez en un libro de psicología que los máximos logros de los más grandes poetas se daban en torno a la edad de veinticinco años (si eras físico, tenías que esperar hasta los 55). Yo escribí poemas hasta pasados los treinta, sonetos, por más señas y luego lo dejé. Hace más de veinte años que no escribo versos, estos de hoy datan de la última enfermedad amorosa que padecí.

 AL FILO DEL DESASTRE

 En el tórrido sol hay la asechanza
de la noche que atormenta mis mañanas;
fluyendo de esperanza en esperanza
me descubro mirando las ventanas,

 o atisbando a través de ellas, con ganas
de aquello que mi pobre afán no alcanza.
Conservo las promesas que tú hilvanas,
poniéndolas a salvo de mudanza.

 Enfilo mi camino con el peso
de andar con la premura que no siento,
apurando un amor sin ningún lastre;

 de paso, bebo en tu labio otro beso
y ese instante lo vivo muy atento,
como se vive al filo del desastre.

 
 El culpable de que me dedicara a otra cosa alejada de la poesía vivió al comienzo del siglo XVII y se llamaba don Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos. Ocurrió que leí los sonetos de este señor y, a partir de entonces, los míos me parecían tan malos, que los arrugaba antes de dar fin al segundo cuarteto. Un botón de muestra de cómo versificaba el incomparable Quevedo, servirá como compensación si has tenido la paciencia de llegar hasta aquí:

 Tras arder siempre, nunca consumirme;
y tras siempre llorar, no consolarme;
tras tanto caminar, nunca cansarme;
y tras siempre vivir, jamás morirme.

 Después de tanto mal, no arrepentirme;
tras tanto engaño no desengañarme;
después de tantas penas, no alegrarme;
y tras tanto dolor, nunca reírme.

 En tanto laberinto no perderme,
ni haber, tras tanto olvido, recordado.
¿Qué fin alegre puedo prometerme?

 Antes muerto estaré que escarmentado:
ya no pienso tratar de defenderme,
sino de ser de veras desdichado.

  

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