Fue el gran Gabriel Celaya el que
escribió aquello de “La poesía es un arma cargada de futuro”. Pobre. En sentido
literal. Pasó sus últimos años en la más completa indigencia. Al parecer, la
poesía es un arma cargada de pretérito y, enmendando a Césare Pavese, ya no
creo que exista el “oficio de poeta”. Ni siquiera aquella “inmensa minoría” que
reclamaba Juan Ramón Jiménez, lee ya versos. En mi generación, la
inmediatamente anterior a los yogures, era raro el estudiante que no hacía sus
pinitos llegado a las primeras palpitantes tibiezas de los amores adolescentes.
Luego, muchos lo dejaban y algunos continuábamos con el gusanillo, una década
más, hasta que lo abandonábamos, o porque éramos meros artesanos de los ripios,
o porque las musas se habían ido con las estrellas del rock, o porque el sentimiento
de lo inefable ya no habitaba en nosotros o, simplemente, porque la poesía ya
no tenía ningún futuro en nosotros. Leí una vez en un libro de psicología que
los máximos logros de los más grandes poetas se daban en torno a la edad de
veinticinco años (si eras físico, tenías que esperar hasta los 55). Yo escribí
poemas hasta pasados los treinta, sonetos, por más señas y luego lo dejé. Hace
más de veinte años que no escribo versos, estos de hoy datan de la última
enfermedad amorosa que padecí.
fluyendo de esperanza en esperanza
me descubro mirando las ventanas,
Conservo las promesas que tú hilvanas,
poniéndolas a salvo de mudanza.
apurando un amor sin ningún lastre;
como se vive al filo del desastre.
tras tanto caminar, nunca cansarme;
y tras siempre vivir, jamás morirme.
después de tantas penas, no alegrarme;
y tras tanto dolor, nunca reírme.
¿Qué fin alegre puedo prometerme?
sino de ser de veras desdichado.
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