Debo aclarar al lector perplejo que, en
aquel prometedor entonces, el grueso de mis amigos y conocidos, que eran muchos
y muy impertinentes, daban en denominarme recurriendo al uso y abuso de apodos,
de los cuales el más duradero y el que más placer les dispensaba a sus órganos
fonadores, fue el de Pinchaúvas, de genealogía imprecisa, pues no he logrado
esclarecer su origen ni sus motivaciones etimológicas referidas a mi caso.
Puedo decir incluso que he sido una persona que ha tenido más alias que todos los
internos de la prisión de Torrero juntos, pues casi nunca hicieron uso de mi
nombre de pila, al que sustituyeron por otros que nada tenían que ver con él,
aunque sí conmigo y que solían ser ingeniosos y risibles, malintencionados y
chocantes, si bien, a excepción del de Pinchaúvas, fueron aves de paso,
remoquetes de una sola temporada, motes efímeros.
Mi carácter rastrero y rencoroso permite
que los recuerde todos, haciendo que casi haya olvidado mi auténtico nombre, si
auténtico puede llamarse al que figura en el Documento Nacional de Identidad,
nombre que, por otra parte juzgo irrelevante decir aquí.El más temprano de mis
motes, data de cuando yo era un niño enclenque y raquítico, al que la Seguridad
Social facilitaba unas preciosas cápsulas de colorines con todas las vitaminas
del abecedario, por ver si hacía medrar a un español como es debido, con la
talla y peso adecuados para servir y dar lustre al glorioso Estado que, iba a
decir nos amamantaba, pero con lo masculino que era entonces el Estado Español,
más propio será decir que nos apapantaba. Bueno pues, ni por esas, ni con todos
los minerales de la Geología incorporados a mi magra dieta, se lograba que me
diferenciara de una sardina en posición vertical. Yo iba todos los días a las
Escuelas Nacionales con una mugrienta cartera más grande que yo, cuyo interior
parecía el del Arca de Noé y, entre la caja del grillo y el tarro de los
renacuajos, viajaba el frasquito de las cápsulas. A media mañana, desayunábamos
en la escuela un vaso de leche en polvo, obsequio de los yanquis al Caudillo
por su indesmayable lucha contra el comunismo, y yo me tomaba una de las
cápsulas con ánimo de ponerme hecho un Maciste. Esto despertaba la envidia de
mis compañeros, que no eran objeto de prescripción facultativa, por ser menos
endebles, y no podían deglutir las vistosas cápsulas a las que yo atribuía el
sabor de las más deliciosas golosinas. Su rencor les llevó a llamarme
“Pildoritas”.
Un poco más adelante, un desgraciado
incidente me premió con el poco honroso mote de “Cagamanturrio”, que en la
pequeña y bella ciudad donde nací y habitaba, sería entendido como apocado y
cobardica.
Hubo una colecta para el Domund y, en un
cartel que pusieron en la clase, se veía un niño desnutrido como yo, pero
negrito él, y debajo podíamos leer (los que sabíamos): “DAD DE COMER AL
HAMBRIENTO”. Un gamberrote que pululaba por la clase, haciendo muescas en los
pupitres y mellando los dientes de sus condiscípulos a cabezazos, escribió
debajo: “Que le dé el hobispo, que está más farto”, lo cual visto por don
Eusebio, el paciente maestro que a mojicones nos desasnaba, le hizo montar en
cólera y prometer bíblicos castigos al culpable. Sus toscas pesquisas no dieron
fruto, pues nadie se atrevió a delatar al hotentote que había profanado el cartel.
Así que optó por dejarnos sin recreo durante el resto del curso.
Pero he aquí que, tras quince días sin
bajar a jugar a las chapas ni a las canicas al patio, cayó una nevada, tan
fuera de temporada, que nos hacían los ojos chiribitas pensando en los bolazos
que estábamos desperdiciando, así que nos reblandecimos y, comoquiera que yo
era el más simple de todos, me convencieron para que fuera, antes de entrar, a
aplacar la ira terrible de don Eusebio, cosa que para mi desgracia hice. Entré
aterrado en el pasillo y dije:
-Don Esuebio, yo sé quien ha sido.
-¿Quién ha sido quién?
-El que escribió en el cartel. Fue
Zaborras, pero no le diga a nadie que se lo he dicho yo.
Cinco minutos después, al tal Zaborras le
cayó una tunda de palos que de poco lo baldan y ese día, los demás salimos al
recreo, aunque la nieve ya casi se había deshecho. Zaborras, no. El se quedó de
rodillas cara a la pared, sosteniendo una moneda de dos reales con la nariz
contra el tabique.
Dado que los mamporros que prodigaba el
bueno de Zaborras tenían, entre otros efectos, el de hacerlo muy popular, pues
es sabido que cualquier sociedad admira, más o menos de tapadillo, a los
maltratadores, me entró un pánico cerval de que pudiera enterarse de quién
había colaborado con su juez y verdugo y así estuve una larga temporada sin
aparecer por la escuela, aun hoy me pregunto si fue el miedo el que me hizo
coger las paperas, pero de cara a mis compañeros, la deserción fue la clave
para llamarme “Cagamanturrio” a partir de entonces.
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