Una de las tentaciones más absurdas
a las que he cedido, en mi reciente circunstancia vital, es la de
adquirir un escáner (Canon LIDE), para digitalizar fotos, documentos, escritos,
imágenes y recuerdos varios de algunas existencias que tuve anteriormente. Ello
me ha permitido encontrarme a veces con el otro que era yo (esto lo he sacado
de Jorge Luis Borges, uno de los ídolos que el politeísta que soy, adora en sus
ratos libres que, por el momento, son casi todos).
Así me he encontrado con una sorprendente manía que animaba algunos
ocios del otro que fui: trazar detallados mapas de lugares inexistentes o
fantásticos. Siempre he sido muy aficionado a la cartografía: los mapas de
lugares reales o imaginarios me ponían, igual que a otras personas los coches o
las joyas y tengo una extensa colección de mapas embutidos en grandes
cartapacios. En los últimos tiempos, la presencia de Google Earth en la red ha
sido para mí como si el hada madrina de Cenicienta se me hubiera aparecido y me
hubiera dicho: “pide un deseo”. Hace treinta años difícilmente hubiera podido
soñar algo así.
Y como ahora, de unos años a esta parte, el cartografiado de mundos
fantásticos se ha puesto de moda, desde la Tierra Media del Señor de los
Anillos, hasta un mapa de Poniente (Westeros) que mi hijo el mediano tiene
clavado en su habitación, para orientarse a través de la monumental saga de
George R. R. Martin, pues me he dicho: “voy a colgar estos mapas que me han
salido entre viejos papelotes, para dar testimonio de que la secta de los
zumbados cuenta con un miembro senior”. Y aquí los tengo: aún me parecen
bonitos, con su realismo naïf de atlas
escolar, que me recuerda el precioso poema de Rafael Alberti que, como siempre
que unos versos asoman a mi memoria, me voy a dar el placer de copiar:
Sobre su falda,
como una flor,
abierto, un atlas.
¡Cómo la miraba yo
viajar, desde mi balcón!
Su dedo, blanco velero,
desde las islas Canarias
iba a morir al mar Negro.
¡Cómo lo miraba yo
morir, desde mi balcón!.
La niña, rosa sentada.
Sobre su falda,
como una flor,
cerrado, un atlas.
Por el mar de la tarde
van las nubes llorando
rojas islas de sangre.”
En resumen, estos son algunos de los mapas que hice con lápices de
colores y rotulador. Ahora que me detengo a pensar, una de sus principales
carencias es la de que las ciudades, islas, montañas y ríos carecen de nombre:
la inspiración no me alcanzaba para denominar los accidentes geográficos con
nombres poéticos y evocadores, como hubiera hecho un gran escritor como Tolkien
o Martin. Otra vez será.
Lo que desafiaba mi imaginación eran islas montañosas y superpobladas
a la japonesa, sus ciudades portuarias, sus vías de comunicación, sus costas
recortadas… Para que se comprenda el alcance del delirio, me gustaría señalar
que este último mapa es un detalle ampliado de una zona del anterior. Ah, y por supuesto he leído (y disfrutado mucho) "El mapa y el territorio" de Michel Houellebecq.
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