A mi vez, esta deserción me descubrió
ante el bestia aquel, el cual apercibido del culpable de su vapuleo, se dirigió
a él, esto es, a mí, una tarde en una obra y, haciendo uso de una teja que por
allí había, tuvo la perseverante ocurrencia de partirme un incisivo nuevo,
recién estrenado, que yo tenía y ya nunca más tuve en mi mandíbula superior.
La teja quedó hecha añicos y yo tendido prono en el solar, con la boca
sangrante y consagrado como “Cagamanturrio”, ya que Zaborras difundió su hazaña
en numerosas ocasiones, ante públicos cada vez más ávidos de esa sana
brutalidad en la que crecimos y que, a la postre, nos fue domesticando y
engastando en una cadena de mando de la que, la mayoría, ya no abandonaríamos
los últimos eslabones.
Un día el maestro me preguntó, por cuarta
vez, la diferencia entre medio metro cuadrado y la mitad del metro cuadrado,
como anduve desacertado y como la cosa iba de mitades, don Eusebio sentenció:
-¡Este chico parece medio tonto!
La sentencia fue muy bien acogida por los
compañeros, tan atentos como proclives a la malevolencia, tal suele ocurrir
entre chicos de nueve años, los cuales tras carcajearse hasta el borde de las
lágrimas, transformaron el “medio tonto” en “Tontoymedio”, apelativo con el que
comenzaron a distinguirme, y distinción que duró hasta que dejé la escuela para
ir al instituto, pues, pese a ser Tontoymedio, “saqué” el examen de ingreso a
la primera y con calificación de “notable”, gracias a que supe distinguir entre
medio metro cuadrado y la mitad del metro cuadrado, pregunta esta que salía
siempre en tan decisivo examen.
En el Instituto dieron en llamarme
“Garras de Alambre”, debido a la acentuada delgadez de mis extremidades
inferiores, patente todo el año, ya que todo el año iba yo malvestido con unos
pantalones cortos dotados de amplias perneras, cuya circunferencia excedía en
mucho a la de mis muslos, que bailoteaban en su interior como badajos en su
campana. Eran unos pantalones negros, que hacían con mis blancas piernas un
contraste acentuado y estaban muy zurcidos, transparentándose como gasas en
algunos lugares de la culera y evidenciando el hecho de que, en más de una
ocasión, no llevaba calzoncillos, ya por desidia, ya por pura y simple
carencia.
Uno de los motes que sufrí después por
más largo tiempo fue el de “Chepito”, por andar encorvado, siempre con la
cabeza debajo de los hombros, de tal modo que mi lomo arqueado debía semejarse
a una chepa o joroba, pero con el tiempo me fui enderezando, como si a lo largo
de varios años me desperezara y lo de Chepito perdió vigencia.
Cierto día, dos compañeros que eran hijos
de militares me dijeron:
-Hoy te vamos a contar las viejas.
Lo que constituía una cruel amenaza, pues
“contar las viejas” consistía en bajarle a uno los pantalones y sopesar lo que
se ocultaba tras la bragueta, por ver hasta qué punto uno era un macho de pleno
derecho en la camada.
Llegado el momento, oportuno para ellos y
crítico para mí, desbarataron mi intento de huida derribándome boca arriba
sobre la hierba y, mientras uno me ponía las rodillas sobre el pecho, el otro
inspeccionaba mis encogidos atributos viriles.
Más que la práctica en sí, muy común
entonces, lo que fue vejatorio, fue el volumen y la duración de sus risotadas.
Exiguo les debió parecer a sus marciales mentalidades aquello con lo que la
Naturaleza me había dotado, pero lo remarcable fue la discreción que le echaron
al asunto: al día siguiente todos los chicos del Instituto me llamaban
“Picha-microbio”. Y Picha-microbio seguí siendo aún hasta después de que un
traslado se llevara a aquellos dos aprendices de lobo gris, con sus padres, a
otra guarnición.
Cuando fuimos a un grupo mixto, en quinto
de bachillerato, rama de ciencias, todos se inhibieron de llamarme así delante
de las chicas y, aunque me había jurado ponerle la cara como un grabado,
mediante un vidrio roto, al primero que lo hiciera, no tuve que llevar a la
práctica resolución tan furibunda. La explicación es bien sencilla: las chicas
eran un elemento atemperador de nuestra grosería y zafiedad, en su presencia
pretendíamos trocar la patanería vociferante por fino ingenio, su opinión
pesaba en nuestro ánimo: ellas podían tenerte por pesado, bobo, atontado, o
incluso “idioto” (vocablo entonces de mucho uso), pero más allá de eso eras
“asqueroso” y, si te daban esta calificación las chicas, el destierro social
era absoluto.
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