Panem et circenses. Ayer me dejé
arrastrar por mi hijo el mediano a ver esta producción norteamericana de
ciencia ficción, pese a que ya había visto District 9 y ya sabía a lo que me
exponía, esta vez me dejé engañar por la favorable crítica que apareció el
viernes en el suplemento “Metrópoli” de “El Mundo”. Una peli espacial y
futurista, con denuncia social. Ahí le has dado.
Casi no voy a hablar de la película en sí
porque, en mi actual estado de minusvalía, necesitaría verla cuatro veces para
enterarme con cierta solvencia, solo voy a señalar algunos aspectos genéricos,
casi todos negativos, del cine de acción que nos endiñan últimamente.
El bueno, el feo y el malo, ¿quién es quién? |
El más relevante es el de cómo es
presentada al espectador la acción que se filma: a quemarropa, en planos
cortísimos, secuencias muy breves y rapidísimas, trepidantes y, por supuesto, de
una violencia aguda y detallada. Es un modo global que a mí, personalmente, me aturde y, al cabo de unos diez minutos,
me sume en un sopor del que ya no me recupero hasta la aparición de los
créditos finales, en los que suelo fijarme para buscar los responsables del
varapalo al que he sido sometido. Todas las películas de acción que he visto en
los últimos quince años incurren en esta manera de narrar interactiva y
trepidante, dirigida a los usuarios de los videojuegos más vivaces y cruentos y
que, al resto de los espectadores, nos fulmina las neuronas. Me explico: soy
aficionado a las retransmisiones de los partidos de fútbol por la tele, donde
la acción se presenta en planos largos y medios, que permiten su mejor
comprensión, ya que se abarca, si no enteramente, sí al menos con un contenido
inteligible. Imaginemos ahora que las cámaras se ubican, no en la banda ni en
la grada, sino en la bota de Messi o en la frente de Cristiano Ronaldo:
estaríamos más cerca del juego, lo viviríamos en primera persona… pero sería
mareante e incomprensible. Espero no haberle dado una idea a algún realizador
oligofrénico, porque con soportar este enfoque omnipresente y ya fatigoso, en
el cine, vamos más que servidos.
El otro aspecto más desalentador lo
proporciona el guion. Una sugerencia a productores y directores: señores,
contraten a un tipo que sepa escribir y asegúrense de que tiene al menos cien
de cociente intelectual (mediante un sencillo test, están algo desacreditados,
pero funcionan). Exíjanle, mediante cláusula contractual, que escriba más de
tres folios y páguenle, al menos, veinte dólares. Si no cumplen estos
requisitos, nos seguiremos chupando películas como Elysium, envoltorios lujosos
con un contenido de menor sustancia que el menos inspirado episodio de “Los
Simpson”.
Matt Damon, saliendo muy contento de la ferretería |
Aquí además hay un agravante: la idea de
partida es buena. La aristocracia de ricos financieros, escualos políticos y
gerifaltes pijos, se ha ido a vivir a una gran estación orbital, Elysium, donde
lo tienen todo, disfrutando de un nivel de vida inimaginable si no fuera,
claro, porque se tienen que soportar los unos a los otros (y esto es muy duro,
aunque la película desaprovecha incidir en ello). En una Tierra muy echada a
perder, nos hemos quedado los pringados con unos cuantos capataces sin
escrúpulos y un montón de delincuentes de baja extracción social que hacen
nuestra vida más entretenida. Bueno, pues se trata de joderles a los ricos su
paraíso, fruto del más severo egoísmo y la más inescrupulosa explotación. Los
pobres van a Elysium en pateras espaciales en busca de mejorar su status y,
sobre todo, de acceder a una avanzadísima medicina sin médicos (la clase media
ha sido extinguida, así en la Tierra como en Elysium). Unas prodigiosas
maquinitas te curan la leucemia o te reconstruyen una cara destrozada en
segundos… Y aquí, en menos de lo que he tardado en contarlo, se acaba el guion propiamente
dicho y comienzan unos ochenta minutos de hostias, en todas sus repetitivas
variaciones, entre los esbirros de los malos y el esbirro de los buenos, que es
un Matt Damon, mezcla de Bourne y Robocop sin humor, que hace lo de siempre,
aunque con un registro más limitado aún. La pobre Jodie Foster lidia con un
papel de “mala que quiere ser majestuosamente hierática” y resulta acartonada,
momificada en vida, podían haber puesto un perchero y dudo que nos hubiéramos
dado cuenta. ¿Qué pasará por la cabeza de una actriz que, después de marcarse
un papelazo con mayúsculas en “Un Dios Salvaje”, le toca un encargo alimenticio
tan tosco como éste? Supongo que “por qué no, si pagan bien”.
Jodie Foster, a la derecha del Tea Party |
Ah, se me olvidaba, el director es un
sudafricano llamado Neill Blomkamp que revisa los modos del Spielberg más
rutinario. Me entero ahora de que también ha perpetrado el guion. Debió
escribirlo en la servilleta de papel de un establecimiento de fast food. Necesita
mejorar. La narración de las “emociones humanas” en la cinta se inspira en los
más añejos estereotipos de los telefilmes de sobremesa, sin llegar a la altura
ni a la sutileza de éstos.
El caro apartado de efectos especiales,
impecable como siempre: a día de hoy ya no se distinguen los efectos clásicos
de especialistas, de los digitales. En conjunto, toda la propuesta puede ser
etiquetada como “Para Pasar El Rato”. Sugerencia: si lo que quieres ver es una
auténtica película de ciencia ficción futurista con contenido social, hazte con
el económico DVD de “Fahrenheit 451” de Truffaut en espléndido blanco y negro.
En cambio, si lo tuyo es Pasar El Rato con idéntico género, prueba con “Aeon
Flux”, (yo me aburrí bastante menos que viendo Elysium).
Bueno, pues igual voy a verla para pasar el rato. Ahora, que para historias de pateras asaltando paraísos pijos, podían filmar una de eso, de pateras, o una ambientada en la valla de Melilla... pero los cineastas nacionales los tenemos en otra historia, mayormente.
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