Languidece el verano en sus últimos
ardores. Apago un imaginario aire acondicionado, pese a que en las casas, el
calor acumulado tarda aún en disiparse. A ésta hora, los mosquitos de mi pueblo
sacan los cubiertos del cajón y las servilletas de los servilleteros y se
aprestan a hincarnos el diente con deleite. No sé cuándo, leí no sé dónde, que
sólo pican las hembras, usando nuestra sangre para desarrollar o incubar sus
huevos; los machos, sin embargo, son inofensivos vegetarianos. Debido a la
inminente pérdida de hematíes, hoy me siento tan perezoso que no voy a
transcribir el poema para publicarlo: me conformaré con un escaneado del
librito donde mecanografié mis poemas de juventud, en su mayoría sonetos.
Lo que sí haré, hoy sin falta, es
reconocer la influencia de un maestro, el manchegoaragonés Antonio Fernández
Molina (1929-2006), cuyo librito “Sonetos crudos”, publicado en 1985, cayó en
mis manos y me produjo una especie de electroshock poético. Esto sí… Éste era
el modo en que yo quería expresarme, -pensé-, y durante una temporada, me puse
a intentar emularlo como mejor sabía. Hasta que me di cuenta de que sabía muy
poco y dejé de escribir líneas rimadas. Los traslados de domicilio extraviaron
su librito, que no desespero de reencontrar. El día en que eso ocurra,
transcribiré dos o tres de sus, pese a mis esfuerzos, inimitables poemas. Nos
vemos, maestro.
El concejal, retratado por Himphame |
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