Ayer cumplí sesenta años, con lo que puedo
haberme internado en una década menos prometedora que alguna de las anteriores.
Al menos, parece conveniente irse haciendo a la idea de que uno va a comenzar a
envejecer, o de que, pese a las pamplinas de la esperanza de vida, de la
calidad de ídem, y demás exordios, comienza de alguna manera una cuenta atrás,
esperemos que no tan drástica como la del chiste:
Dice el doctor tras examinar al paciente,
“le quedan unos diez de vida”. El paciente alarmado pregunta, “¿pero diez qué,
doctor, diez años, diez meses, diez semanas…?” Y el doctor responde, “¡nueve… ocho…siete…!”
Con esta situación de partida, viene a
cuento recomendar un soberbio libro de relatos de Julian Barnes, fabuloso
escritor que si, en vez de ser inglés, perteneciera a alguna cultura periférica,
ya hubiera sido, a estas alturas, distinguido con el Nobel de Literatura,
aunque quizá su éxito y su reconocimiento no precisen de tal galardón. Bueno, yo
qué sé, lo digo solamente porque a mí me parece un escritor muy muy muy grande.
Los libros de relatos no son la lectura
preferida de un lector perezoso como yo. En una buena novela se construye un
mundo en el que, con mayor o menor esfuerzo inicial, vas entrando, aprendiendo
sus fundamentos y familiarizándote con él… En una colección de relatos como
ésta, el mundo se reinicia cada veinte páginas y es más fatigoso, o lo sería de
no mediar el inconmensurable talento de Barnes para edificar, en cuatro frases afiladas,
los cimientos de cada mundo, cada situación y cada acontecer.
En “La mesa limón” el tema de cada uno de
los once cuentos es el último tramo de la vida y su desenlace más frecuente, la
muerte, tema tabú por excelencia en nuestra sociedad, que parece obsesionar a
Barnes más allá incluso de sus creaciones literarias. A veces no se trata
específicamente de la vejez y la muerte, sino del devastador paso del tiempo y
del sentimiento de pérdida que su inexorable transcurso produce, al morir en
nosotros fuerzas, ilusiones, apetencias o simples posibilidades no realizadas.
Para cualquiera que haya pasado de los
cuarenta, es un libro estremecedor, terrible, sobrecogedor, no al estilo de los
relatos de Lovecraft, de Stevenson o de Poe, personalmente no soy sensible a
ése tipo de pánico: puedo leer los más reputados libros de terror clásico, e
irme a tomar un vermut con berberechos. La conmoción producida por las
historias de Barnes es mucho más íntima. Es poco probable que te despiertes en
tu féretro habiendo sido enterrado vivo, pero no puedes descartar ver o sufrir
los efectos de la demencia senil, o sentir la tardía e incurable nostalgia de
unos amores que no tuvieron cumplimiento, o ver cómo te abandonan tus energías
y el respeto y el cariño de los que te rodean… Por cierto, el libro nunca da
una visión morbosa de estas vejaciones del tiempo, de estas abdicaciones y
carencias de la voluntad, de estas particularidades atroces de la vida en su
crepúsculo: los personajes tienden, la mayoría de las veces, hacia la entereza
y suelen ser retratados con una dignidad que el autor tiene a manos llenas y no
les escatima.
Hay una asombrosa variedad de enfoques, ambientes
y situaciones: personajes célebres como Turgueniev (“El reestreno”) o Sibelius
(“El silencio”) son fabulados en los tramos últimos de su existencia, junto con
otros anodinos o, incluso, miserables. Hay relatos en un tono solemne y en otros
se pulsa una maligna cuerda de humor (“La de cosas que sabes”), Barnes es un
maestro de la ironía más afilada, que combina con la ternura y la melancolía en
todos los tonos y matices imaginables. También la estructura y la técnica
narrativa de los cuentos ofrecen una sensible diversidad que no enturbia la
monolítica unidad temática y formal del libro, explicitada en el último cuento:
a principios del siglo XX, en Helsinki, en un bar frecuentado por Sibelius,
había una mesa limón, los que se sentaban en ella estaban obligados a hablar de
la muerte (pues, entre otras cosas, el limón era el símbolo de la muerte entre los
chinos).
No he sido capaz de encontrar, entre los
once relatos, ni uno sólo que me haya parecido de relleno o carente de interés;
todos generan una determinada tensión, todos parecen pertinentes en el
conjunto. Lo que sí me ha ocurrido es que ha habido un par que me han
conmocionado con mayor intensidad:
“La historia de Mats Israelson” es la de
un enamoramiento intenso, profundo y continuado, que sobrevive a la adversidad
pero, ay, no a los malentendidos. Se trata de un cuento brutalmente romántico,
melancólico y triste: “un cuento anticuado en el mejor sentido de la palabra”, escribe
un crítico y, a mi parecer, la amargura elevada a la más amarga y elevada
delicia. Ambientado en una Suecia decimonónica, debería figurar en todas las
antologías del relato sentimental.
En cuanto a “La jaula para frutas”,
ilustra en clave de tragicomedia un poco ácida, a sartenazos, el asombroso buen
hacer de Barnes en su clave preferida: la
incertidumbre. La verdad de un suceso no existe, hay tantas verdades como
sujetos participan en él. En este relato, tres, pues es un triángulo amoroso
clásico, solo que entre personas de avanzada edad y de memoria algo brumosa. De
este modo, sólo sacas una certeza en claro: Barnes escribe como los ángeles, o
como un demonio puesto de acuerdo con ellos. Y hace un retrato certero de… la
incertidumbre, ni más ni menos que la categoría más poblada de nuestro
pensamiento, ojo.
Felicidades, por la reseña digo, me apunto el libro. Y también por el cumpleaños, que aunque preferiría felicitarte los veinte, porque yo me felicitaría los doce, más vale cumplirlos que no - ya te lo habrán dicho, ¿no? Bueno, pues si te lo han dicho es que no es un caso perdido el tuyo, que te sea leve la década, y lee también cosas que no te flagelen, jajja!! Este ya me lo voy a leer yo, para hacerme a la idea, glups.
ResponderEliminarUna reseña súper detallada. Yo también disfruté mucho de esta lectura de tema oscuro pero factura luminosa. Te dejo mi post en http://goo.gl/C6wc8I
ResponderEliminar(Me he tomado la libertad de incluirte en las referencias)
Un saludo,
Sonia