Se rio muy fuerte, como si exagerara sus
ganas, con unas carcajadas como ladridos de perro afónico:
-
¡Jo, jo! ¡Qué ocurrencia! ¿Tengo yo cara de policía, pequeño? ¿Tú me has mirado
bien?
No lo había mirado bien, así que lo hice
ahora. Tenía el hombre una narizota gorda, curva y un pelín colorada. Toda la
piel de su rostro era más bien colorada y muy lisa, como si estuviera tirante,
lo único que arrugaba era la frente, brillante igual que la calva. Bajo unas
cejas blanquecinas muy peludas, y detrás de las gafas de montura dorada, había
unos ojos grises o de color azul claro que parecía que se estuvieran siempre
riendo, al revés que la boca, gruesa y desagradable que, no pude evitarlo,
pensé que se parecía a los morros de un tocino. Iba vestido con un traje de
pata de gallo gris marengo, mejor que el que mi padre llevaba en los bautizos y
comuniones de nuestros parientes, aunque al señor le brillaban un poco los
codos de la chaqueta y ésta ostentaba algún pequeño lamparón de tinta, iba con
corbata azul oscuro y zapatos de charol…
-
¡Pero chico no me mires tanto, que parece que te has quedado hipnotizado! Y
ahora dime, ¿te parezco un policía o no?
-
Pues no, no señor, no parece usted un policía. Usted parece un… ¡Un señor!
Otra vez se volvió a reír y me fijé en su
barriga que, con movimientos de flan, se agitaba mucho cuando se carcajeaba.
-
Bueno, has acertado, no soy un policía, soy… Un señor que trabaja en un banco.
En el banco Hispano Ansotano, ¿sabes cuál es?
-
Sí señor, uno que hay en la calle Mayor, donde hace esquina con la calle del
Carmen.
-
¡Huy, pero qué chaval más listo! Pues mira, en ese banco trabajo yo. Soy el
director de esa sucursal.
Empecé a mirarlo confundido de respetuoso
respeto. Mi silencio le inquietó, porque al cabo de unos minutos comenzó a
carraspear.
-
…Y todos los días ¡ejem! Cuando salgo de la oficina a mediodía, si hace bueno
vengo a sentarme al Paseo ¿sabes? Vengo porque me encanta ver a los niños que
juegan y que corren por aquí porque, como yo soy soltero, no tengo niños y me
agradan enormemente los niños, sobre todo si son espabilados como tú, me gusta
mucho hablar con ellos y que me cuenten cosas de sus juegos y de sus estudios y
así.
-
Yo no soy espabilado. Bastante zoquete es lo que soy. Hoy en la escuela me han
pasado todos y me he quedado el último. Me ha preguntado el maestro un animal
incrustáceo y le he respondido que las chinches, que se me incrustan en la cama
y de ahí ya no las saco, y resulta que no eran. se me han reído todos y además
me llaman Cagamanturrio porque soy muy cobardica y…
Así continué durante largo rato, hasta
conseguir fatigar a don Gregorio, que ya queda dicho que así se llamaba mi
nuevo amigo, el cual, antes de irse bostezó con vehemencia, atirantando aún más
la piel de sus atildados belfos y me acarició el coco con una manaza distraída,
mientras con la otra esbozaba un saludo de despedida de simpatía un tanto
exagerada.
Eso sí, se fue dejándome con la cosecha de
piñas a medio hacer, pues no me ayudó a recoger ni nada, precisamente aquel día
que mi madre mostró un inusitado interés por mi colección, regañándome por lo
menguado del saco.
Al día siguiente y al otro y al otro, don
Gregorio venía a sentarse cerca de donde yo me hallaba ufanado en mis
quehaceres recolectores. De todo me preguntaba y todas las respuestas las
encontraba inteligentes y graciosas, cosa ésta que no me ha vuelto a pasar
nunca más con nadie que haya oído mis respuestas. De hecho, mi padre ni
siquiera quería oír mis preguntas: hacía pocos días había ido, por indicación
de mi madre, a rescatarlo al bar Laín y, como vi que andaba con dificultad y
tropezándose continuamente en el traicionero adoquinado, le pregunté “¿qué te
pasa papá, que vas así como cojeando?” y no sólo no me contestó, sino que me
soltó una respetable galleta, de modo que llegamos a casa por enrevesados
vericuetos, llorando todavía yo, y él cantando una bonita copla de Antonio
Molina, aunque algo desafinado.
Cuando don Gregorio se comenzó a percatar
de mis aficiones por la letra impresa, de que yo leía todo papel que caía en
mis manos con tal de que tuviera algo escrito, aunque fuera un anuncio de “el
remedio, pegamento Imedio” donde se veía un señor recién guillotinado que se proponía
reinstalar su cabeza sobre sus hombros con ayuda del portentoso adhesivo, de lo
que yo me reía, diciéndole a mi nuevo mentor “eso es imposible ¿verdad?” y él
me mostraba un interés que parecía subir varios enteros cada día que pasaba.
Así que una mañana me regaló un atlas. El
libro más bonito y lujoso que yo había abierto en mi corta vida.
-
Toma -me dijo-, para que sepas por dónde viajan los protagonistas de “La vuelta
al mundo en ochenta días”.
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