Para completar el cuadro de las facetas
de personalidad que voy desnudando en este blog, tarde o temprano tenía que
acabar hablando de eso, de cuadros, de los míos concretamente. Creo haber
escrito que, de joven, quería ser artista: me parecía prestigioso y no daba la
impresión de que hubiera que trabajar mucho.
Como Beethoven, que era medio sordo, hizo
una magnífica labor en el campo de la música, yo pensé que siendo medio ciego
podría, en lógica, ser un as de la pintura y a ello me dediqué desde los
catorce años y durante los catorce siguientes, hasta que verifiqué sin lugar a
dudas que, ay, las musas estaban reunidas y, siguiendo su costumbre, no
pensaban recibirme. Las lecciones de mi amigo y mentor Enrique Pérez Tudela que
se esforzó por inculcarme que, para pintar árboles, debía usarse el marrón en
el tronco y el verde en la copa, evitando en lo posible que parecieran Chupa Chups,
no fueron suficientes.
Durante ese tiempo no hice otra cosa que
intentar un aprendizaje de la técnica paisajística, más adelante encontraría un
estilo personal. Craso error: si tienes talento (y padrinos), en las artes
plásticas actuales, puedes saltarte el aprendizaje técnico por entero y, si no
tienes talento (ni padrinos), mejor te dedicas al macramé, al aerobic o al
huerto ecológico.
Un compañero de trabajo, profesor de
dibujo, me comentaba que, a día de hoy, dedicarse a las artes plásticas es un
callejón sin salida: o pones una pinza de tender la ropa encima de una mesa,
diciendo que eres un artista conceptual y ya veremos si cuela; o te dedicas al
hiperrealismo trabajando treinta años en un cuadro de once metros por seis, que
reproduce detalladamente un supermercado en su hora punta y en el que pueden
leerse las etiquetas de las latas de los estantes. Yo abandoné, por supuesto,
mucho antes de poder caer en ninguna de estas dos tentaciones pero, como de
costumbre, me distraje mucho.
Leía hace poco lo que escribió el gran Pío
Baroja sobre la vocación artística: “Siempre se distinguió el joven Velasco
como elegante y como sportman; muchacho rico, hijo de un cosechero riojano,
gastó dinero en abundancia, ensayó varias carreras y deportes y, por último,
decidió ser pintor. El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos
de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mismo
solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta. Luego, los demás, empezando por la
familia y por los amigos, no aceptan casi nunca esta solemne proclamación
individual que les parece subterfugio, un buen pretexto para no trabajar.” Me
identificaría si no fuera por el detalle de que yo no era un vástago rico y de
buena familia, en consecuencia, aún tuve que dejarlo antes.
Pero mientras, pinté cuadros, con
paisajes de postal. Como tenía (y ten
go) fijación con el valle de Ordesa,
retraté su río, el Arazas, siempre de parecida manera, como si fuera una idea
platónica vagamente entrevista desde esta caverna que habito. Hoy comparto las
fotos de ese río ideal, de ese valle ideal, que pintaba de oído antes de
visitarlo reiteradamente. Son cuadros, entre ingenuos y malos, ante los que
siento el orgullo que siente un padre por muy torpes que sean sus hijos. Si no
recuerdo mal (puesto que los originales ya no están en mis manos) son todos
óleos sobre lienzos marca Taker y de un tamaño de 100x70 cm, que era el que yo
solía usar para paisaje.
Ahora ya no pinto nada. Y te aconsejo que
tú tampoco lo hagas, pero si te obstinas en no hacer caso visita: http://elhuertodelasartes.blogspot.com.es/2012/10/saludo-inicial.html?view=snapshot
Yo tampoco pinto nada, pero me lo pasé genial mis años de dibujante. De los tuyos el que más me gustaba es el que estaba en casa de la abuela en Huesca, una llanura con un río un tanto surreal dando vuelta por campos de colores, vete a saber a dónde se lo habrá llevado la corriente.
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