5.
UN BANQUERO DE BUEN CORAZÓN
La existencia gris, anodina y feliz que
un destino singularmente ramplón parecía haber urdido para mí, se trastocó por
mor de la poderosa influencia de don Gregorio López Suelves. No digo que mi
vida de ahora no sea anodina y gris hasta la extenuación, pero la consciencia
adquirida por obra y gracia de este señor al que, sin un ápice de cinismo o de
ironía, denominaré mi protector, ha hecho que la felicidad, patrimonio de almas
ignorantes y embrutecidas, se esfumara de la mía conforme iba yo, con ayuda de
don Gregorio, anegándola de cultura y de sentido crítico, adornos ambos muy
caros, insustanciales y contraproducentes para personas humildes de aquél
tiempo y puede que de éste también.
Vagaba yo, en mi época de
“Cagamanturrio”, por el parque de la ciudad, una belleza frondosa y recoleta
que, entonces, era denominado del General Franco, aunque todos allí lo llaman
“El Paseo”. Recogía las pequeñas piñas abiertas y secas, desprendidas de las
ramas de los pinos y abetos y las ponía en un saquito de lona descolorida con
ánimo de coleccionarlas. Había descubierto que, si las observabas bien, todas
las piñas eran diferentes, no como los cromos de futbolistas que enseguida te
salían repetidos. Y dado que en el parque las piñas abundaban en extremo,
anhelaba yo formar la colección más dilatada y numerosa de España, pues
confiaba en que no habría tantas personas, chicos o mayores, con la paciencia
necesaria como para llenar diariamente un costalito de piñas, a fin de
atesorarlas en un extensísimo muestrario. Calculaba haber recogido unas treinta
mil en aquel invierno, aunque no estaba seguro pues perdía la cuenta con
frecuencia. Mi madre se había brindado a guardármelas hasta que fuera mayor y
supiera estudiarlas y clasificarlas, así como darle alguna finalidad a la
colección, quizá el Museo de la Piña, o alguna institución similar, se aviniera
a comprar mis piñas cuando el paso del tiempo les hubiera otorgado más valor.
Lo cierto es que llegó un momento en el que me hacía cruces al pensar dónde
podía mi madre almacenar semejante cantidad de piñas. Mucho más tarde habría de
descubrir, con la amargura con que se encaja el primer engaño serio, lo de los
Reyes Magos no cuenta, que mi ilusionada recolecta de piñas era una parte muy
sustancial de la calefacción de nuestra casa, ya que no eran sino el
combustible utilizado para alimentar una tosca estufa de hierro colado, anémica
de leña, con la que nos intentábamos caldear sin éxito, pues menudeaban los
sabañones, en la contumaz y prolongada estación de los fríos, los mocos y las
manos costrosas de puro cortadas.
Así acabó la inocente megalomanía que, en
el mediodía que refiero, me traía ocupado por El Paseo. A eso de las dos, un
señor calvo, con gafas de montura dorada, llegó y se sentó en un banco cercano
al seto bajo el que yo buceaba en busca de mis preciosos ejemplares cónicos. Me
estuvo observando un buen rato mientras yo dejaba la zona pelada en mi afanoso
atesorar y me dijo:
- ¿Qué haces, niño?
Contesté con timidez:
- No hago nada. Recojo las piñas que no
son de nadie y me las llevo a mi casa porque las colecciono.
- ¿Y por qué no estás en la escuela?
- Porque a esta hora no hay.
Pareció confundido con una respuesta que
evidenciaba que había metido la pata, así que me decidí a darle explicaciones:
- Cuando salgo de la escuela a las doce,
me llevo la cartera a casa y me cojo este saco, vengo al parque a recoger piñas
hasta que son las dos o así, ¡muchos días lo lleno! Y luego vuelvo con él a
casa, me dan de comer y ¡hala! Otra vez para la escuela.
- ¿Y qué haces con tantísimas piñas?
- Pues ya se lo he dicho… Coleccionarlas.
- Pero, ¿dónde las guardas?
Le miré, muy fijo, y tartamudeé:
- ¿N-no s-será usted policía?
Imagen sacada de jacaenlamemoria.blogspot.com |
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