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TARDES DE VINO Y ROSAS EN “EL ARCÁNGEL”
No recuerdo en qué momento exacto, el bar
de Serafín se convirtió en nuestro hogar, sala de estudio, biblioteca, oficina,
bodega, salón recreativo, auditorio musical y excusado. Pero hacia el final del
quinto curso de bachillerato, pasábamos allí todas las horas del día, excepción
hecha de las de clase, que continuaban siendo en el instituto, las cada vez más
desordenadas de las comidas y las cada vez más breves del sueño.
Nuestra ocupación fundamental en aquella
temporada fue buscarnos una amada, cosa bien extraña si hubiéramos reparado en
que, en aquel local sucio, ruidoso, mal iluminado y peor ventilado, apenas se
dejaban caer chicas. Muy de tarde en tarde, un grupito dejaba asomar con
indecisión la incipiente belleza de sus cutis, que se arrugaban en un mohín de
rechazo y sus poseedoras se los llevaban, erguidos a respetable distancia de
sus hombros, con viento fresco. No toda la culpa la tenía el ejemplar desaseo
del bar “El Arcángel”: éramos la parroquia los que no dábamos la medida de sus
prístinos y acendrados gustos. Además la asimetría de libertades y obligaciones
entre ambos sexos que imperaba entonces, hacía que, siendo varones, nuestra
disponibilidad de tiempo para pendonear fuera absoluta y la de las jóvenes
objeto de nuestros suspiros fuera, más que relativa, muy limitada, casi
inexistente. Incluso se les enseñaba (y durante mucho tiempo no lo olvidaron)
que una muchacha que se aventura sola en un bar es una fresca y le puede pasar
cualquier cosa.
Bebíamos vino blanco, un chato, una
peseta con cincuenta. Lo hacíamos mesuradamente debido, más que a ninguna contención,
a las estrecheces económicas de que éramos sujetos y que, en mi caso, me
llevaban a alargar el chato durante horas. Fumábamos cigarrillos de humildes
marcas nacionales: ”Jean”, “46”, “Lola” y otras labores cuyo nombre no recuerdo
ni me voy a esforzar en hacerlo. Para Chus y Josemari, fumar era, además de un
rito de iniciación en la vida adulta, un reto de desobediencia filial.
“Imagínate”, decía Josemari, “que mi padre el dentista, el médico apóstol de la
salud y de vida sana, se entera de que fumo; de la hostia que me arrea, me deja
colgando por los cojones de la cruz de Oroel. Antes de ir a casa, tengo que
mascar chicle un buen rato, para quitarme el olor del aliento. Al llegar,
escondo el paquete, en la bola del barandao, que es hueca y cuando vuelvo a
salir, lo recojo”. Cosas similares contaba Chus, recreando sus argucias con
todo lujo de detalles, pero, para mí, el problema era distinto: desde que mi
padre me vio una vez fumando, me acosaba con su gorronería. “Pásame un
cigarrillo, chaval, que leer la novela del oeste, sin echar un poco de humo
como el protagonista, es muy desaborido”.
También matábamos el tiempo con las
cartas, echando el pago de la consumición al azar de una inocente escoba o de
un inacabable juego de rabino, otras veces, disponíamos de numerario y la
máquina del millón servía para determinar quién de entre nosotros era el macho
alfa de nuestra exigua horda, pero nuestra ocupación principal era, como ya
queda dicho, hablar de chicas, ponderar, durante horas seguidas, sus apetitosas
cualidades físicas (y las más inciertas
espirituales o anímicas) y buscarnos una depositaria platónica de los
amorosos anhelos juveniles, una diana para nuestros arrebatos..
Durante casi dos años, no llegaríamos a
tener prácticamente nada de que jactarnos. Sólo Jezú utilizaba la palabra
follar, los demás hablábamos de besos, caricias o abrazos. Más tarde
llegaríamos a soecizar nuestro lenguaje de confianza, hablando de magrear o
darse el lote, apetencias estas que eran, fueron, el techo de nuestras aspiraciones
en aquellos remotos días en la espiral represión-masturbación-represión. Pero
estos son los términos que uso ahora. Por increíble que parezca, el
romanticismo fue el primer polo de atracción de nuestra incipiente educación
sensual y, ante todo, sentimental… Vamos, que había que fijar un objetivo para
los apetitos y anhelos y encarnarlo en una persona de carne y hueso, ante la
cual boquear, tartamudear, insinuar y hacer el ganso.
Mi elección, como no podía ser menos,
recayó en una compañera de clase, Cheles Giral, a quien de forma gratuita (y
casi aleatoria) pasé a considerar mi Dulcinea (Sí, habíamos leído el Quijote,
en los primeros cursos de Literatura, era obligatorio por aquel entonces). Me
pareció además la indiscutible destinataria de la intención arrobada con que
fueron escritas las Rimas de Bécquer y, para mí, estaba adornada de todas las
supremas perfecciones menos una: no me hacía el menor caso; el mismo que yo
hubiera hecho de un grillo afónico.
Mis compañeros saludaron mi elección, de
la que les hice partícipes inmediatos, con bulliciosas carcajadas:
-
Hala, la Cheles Giral, si es más plana que el cartapacio que lleva.
-
Y más recta que un compás. Las farolas del Paseo tienen unas formas mucho más
apetitosas. Vete allí, Pinchaúvas y frótate, con alguna que esté apagada para
que no te dé un garrampazo, que te saldrá más a cuenta que ligarte a la Cheles.
-
Además saca una pinta de estrecha que no la querrían ni las monjas del convento
de las Benitas.
-
¿Os habéis fijado que tiene una cara como la de la ratita presumida del cuento
ese que oíamos en la radio de pequeños?
-
Para pequeños, los ojillos que lleva ahí perdidos en la cara de mosquita
muerta, si no se le ven de tan hundidos… Y son así, como huidizos…
-
Y esa melena tan lacia, que también parece como de pelo de ratón desnutrido.
Tampoco digo que sea un coco, pero tiene menos atractivo que este paraguas.
Fijaos en la Lupe, la hija del comandante de la Guardia Civil, esa sí que está
buena, está como para parar un tren.
Chus, Josemari y algún otro compañero se
quitaban la palabra de la boca, haciendo esta catarata de comentarios en tono
enardecido. Al cabo de un rato, ni me sentía molesto ni los escuchaba. Me había
ido, mi imaginación prendida del vuelo de una falda escocesa plisada, de
cuadros rojos, amarillos y tostados, con un imperdible muy grande adornando la
tabla frontal de la prenda que le caía muy bien a la preciosa Cheles, porque
las piernas, al asomar, mostraban unas graciosas rodillas y esas pantorrillas tan
finas, tan suaves…
Tomado de jacaenlamemoria |
- ¡Pinchaúvas, que te estás durmiendo! – Este rebuzno de Chus me sacó de mi ensoñación y, para arreglar las cosas, el bueno de Jezú, remachó:
-
Sus habéi fijao en el Pinshaúva éste, que desde ca dao el estirón y se le ha
afinao más asín la cara, es clavadito, el cabrón, a Serafín, parese su gemelo
chiquitiyo.
Más risotadas. Aunque llovía a cántaros y
no tenía paraguas ni impermeable, me fui a casa. No estaba cabreado con
aquellos bicharracos. Estaba enfermo de amores.
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