Días más tarde, habían pasado las
persistentes lluvias y hacía buen tiempo. Caminábamos a media tarde por el
parque y nos sentamos en un banco a comer pipas y a comentar, con carcajadas y
ostentación de gestos obscenos, los últimos chistes verdes que nos había
contado Rivero, estábamos rememorando aquél tan bueno de la pareja de recién casados
en el coche cama del tren, y entonces ella va y dice: “¡Mariano, vamos a hacer
marranadas!” En aquél momento, tierra trágame, se sientan enfrente Cheles Giral
y su inseparable amiga Mari Carmen, a quien llamábamos la Yegua, por su fuerza
y robustez temibles.
Josemari y Chus se intercambiaron codazos
indisimulados y aviesas morisquetas.
-
¡Mira quién está allí! – Tronó Josemari, llamando la atención, no sólo de las
dos chicas, sino de todo el parque – ¡Julieta! ¿Ya se te ha declarado este
Romeo, que hace daño de tan feo? ¡Eh, tú! ¡Cara de rata! ¿Sabes que Pinchaúvas
está loco por ti?
-¡Coladito por tus huesos! – Apostilló Chus, y
recitó ante su sorprendido auditorio, que parpadeaba a dúo – Es un mangante,
pero si tú fueras Beatriz, el sería Dante. Es un carca, pero si fueras Laura,
lo llamaríamos Petrarca.
Cegado por la rabia y la vergüenza, iba a
levantarme y a salir corriendo para esconderme debajo de las raíces del árbol
de la Salud, un vigoroso ejemplar a más de un kilómetro de allí, pero me incliné
hacia ellos y les propiné un diestro puñetazo en el hombro a cada uno, buscando
un nervio que les tronzara de dolor, lo cual no deja de tener mérito, pues
ambos eran mucho más fuertes que yo. Se retorcieron un poco, pero los
torturados espasmos que los sacudieron no conseguían acallar sus risas.
-
¡Bien hecho, Pinchaúvas! – dijo, conciliadora la Yegua – Esos dos son don
Bocazas y don Boceras y si no les llegas a atizar tú, me hubiera levantado yo y
ya no les quedaban dientes… Oye, ¿quieres que te presente a mi amiga?
Ahora eran tres los que se carcajeaban
como hienas y dos los que estábamos rojos como geranios al sol.
El descrito incidente, tan garrulo y
trivial, tuvo dos consecuencias nefastas: por un lado dio una desmedida
publicidad a mi secreta pasión y por otro, hizo que Cheles me rehuyera
sistemáticamente todo el tiempo que aún quedaba de curso. Lo cual fue una
catástrofe para mí, que me hacía pasar hasta entonces, ante ella, por un
compañero solícito, atento y desinteresado: como mi letra era muy buena, le
había facilitado los apuntes de unas clases a las que faltó cuando estuvo
enferma (qué blanca está, decían mis amigos, es que le ha venido la regla muy
fuerte, aventuraban los muy guarros). También le expliqué la solución de unos
problemas de Trigonometría que se había perdido esos días y hasta había
conseguido bailar con ella, muy patosamente, un par de piezas en una fiesta que
organizaron los de Preu en el instituto y donde, el súmmum de la felicidad para
mí, era que nadie se había fijado en nosotros, ni hecho comentarios salaces. El
próximo paso sería, planeaba yo, invitarla a alguna de las verbenas en las
fiestas de santa Orosia y declararme entonces. Este pánfilo e ingenuo proyecto
se había desbaratado para siempre jamás, de momento.
En aquéllos días de final de quinto,
había yo empezado a frecuentar a Mateo, un repetidor que era una especie de
intelectual y artista excéntrico, cuya compañía, para mí, ejercía de contrapeso
a la de mis habituales amigos. Ellos estaban atravesando una fase en exceso
bullanguera e impetuosa: la pubertad les había vuelto los cerebros del revés y
yo encontraba a Mateo más sosegado, reflexivo y maduro. A Chus y Josemari, al
unísono, les cayó fatal:
-
Es un redicho y un fantasma.
-
Si tú sabes algo de algo, él es el que más sabe de ese algo.
-
Sí, y por eso está repitiendo.
-
Y el otro día sacó un dos en Química. Está visto que la enseñanza oficial se le
da bastante mal.
-
Aunque menuda charla tiene, un día te dirá que corrigió una conferencia de
Einstein.
-
Y medio mariquita, fíjate Pinchaúvas, si hasta escribe poemas.
-
Con ese al lado, no ligaríamos nada, las gachís al vernos, se pondrían una tela
metálica alrededor. Una valla electrificada, no podríamos ni acercarnos.
Yo les dije que YA no ligábamos nada,
gracias sobre todo a las tácticas guerrilleras que ponían en práctica y que,
antes, también a ellos les interesaban determinados temas. Se mosquearon y
dejamos de hablarnos para siempre.
Al menos, durante dos o tres días. Es lo
bueno que tiene el no haber crecido del todo, gracias sean dadas. No sé por qué
me esforcé para que aceptaran a Mateo: nunca coincidían. El orbitaba en una
trayectoria distinta: casi no salía de casa, sólo de noche y a pasear bajo la
luna, como el hombre lobo. No iba a los bares, fumaba en pipa, no bebía, no
escuchaba música atronadora. Leía, miraba por el telescopio y pintaba
acuarelas, vaya soso, remachó Josemari.
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