21. REENCUENTROS CORDIALES
Cuando Serafín penetró en el austero
vestíbulo del palacio episcopal, un destello de limpiasuelos en el ajedrezado
de las bruñidas baldosas le hizo tomar conciencia simultánea de muchas cosas.
Fue como si el pasado le hubiera dado un porrazo seco, perpendicular a su ya
muy descuidada tonsura. De modo súbito, se le hizo presente su desastrado
estado físico y anímico: su mefítico hedor combatía con eficacia los efluvios
de menta y albahaca provenientes del patio, el sayal de su hábito se había
descompuesto en un círculo de zarrapastrosos jirones, cuya rigidez le daba el
aspecto de una hawaiana de carnaval. Además, el poder espiritual que le había
dado la revelación otorgada en la plaza Monumental de Barcelona, se había
esfumado en parte, dejando su alma varada entre la congoja producida por el
forzoso abandono de sus obligaciones monásticas y la duda de si su nueva tarea
no le iba a convertir en una figura a mitad de camino entre un hereje y un
fantoche.
En éstas, se percató de que una sirvienta
fregoteaba enérgicamente las baldosas de la esquina más alejada, donde la
humedad descascarillaba un estucado ocre que, a modo de manto, cubría el suelo
próximo al rincón de unos rebeldes cascotes del color del orín, adheridos a las
baldosas con una firmeza que la asistenta trataba de minar mediante las sólidas
cerdas de un cepillo empapado en lejía Conejo. La fregona estaba en posición
cuadrúpeda, de espaldas a Serafín, sumergida en la penumbra a unos once pasos
de éste, que sólo veía un culo como un capazo y la parte trasera de dos
pantorrillas amorcilladas y blanquecinas sobresaliendo de la saya. Sin saber ni
dejar de saber por qué, el conjunto y su movimiento le resultaron muy
familiares y el corazón le dio un vuelco:
-
¡Anacleta! ¿Es usted, Anacleta?
La sirvienta, se incorporó como si le
hubieran dado un fustazo en salva sea la parte, se volvió con viveza hacia
donde estaba Serafín y le espeto:
-
Así que era verdá, eres tú. En mala hora que has vuelto. Ya debe de haber ido
Crescencia a avisar al señor obispo, tu tío. En seguida te recibirá. Ahora no
puede, porque está atendiendo a unas visitas muy principales…
Serafín observó a la mujer de faenas, no
supo si enternecido o azorado. Aunque la vergüenza lo había obligado a bajar la
mirada, había advertido que Anacleta estaba muy avejentada. Y había engordado
por lo menos un par de arrobas más, su cutis estaba mucho más ajado y su pelo
empezaba a ralear. Verrugas que aún no habían brotado antaño, junto con otras
que habían llenado de embeleso sus recuerdos, constelaban el bigote de la
mujer, congelado en un mohín hosco:
-
No sé cómo tienes la frescura y los cojonazos de aparecer por aquí otra vez, en
mala hora te digo, vuelves a pisar esta casa, ¡hace falta tener cuajo! Tu pobre
tío es un santo: don Ángel irá pronto al cielo y allí por fin se librará de ti.
¡Y vaya unas pintas que traes! El señor obispo no te lo dirá, Serafín, pero no
eres bienvenido. Yo, por mi parte, ni quiero estar en el mismo cuarto que tú,
así que me voy parriba a hacer la alcoba y a sacar el polvo de la biblioteca;
cuando acabe, me iré sin despedime y espero que no te quedes mucho tiempo por esta
casa, aunque en eso no entro, depende de tu tío.
Y mientras esto decía, fue saliendo con
acarreo de cubos, escobas, cepillos y bayetas. Volcó un bote de Vim y se cagó
en la Santa Inquisición antes de desaparecer por completo.
Diez minutos más tarde, salió Crescencia,
acompañada de dos señoronas, del tipo cacatúa garbosa, las cuales se
despidieron con grititos melifluos y complacidos, sin dignarse siquiera a mirar
en la dirección donde Serafín remedaba una desmedrada estatua de san Francisco
de Asís, a la que ni siquiera le faltaban los malolientes palominos. Cuando las
dejó tras la puerta de la calle, Crescencia se encaminó con cara avinagrada
hacia el ex fraile convertido en espantajo:
-
Mira tú que ir a coincidir con la visita de la jefa y la presidenta de Acción
Católica, nada menos que las señoras de Giral y de Casajús, no podías ser más
inoportuno. El señor obispo estaba tan inquieto que ha acabado por abreviar sus
deberes pastorales por tu culpa. Ahora te recibirá, pero te advierto que no
está de humor. Hace once días que abandonaste el monasterio y estaba empezando
a preocuparse muy seriamente. ¿Dónde te habías metido, cabeza de chorlito?
Anda, pasa, que la reprimenda que te espera es de aúpa.
Mientras esto iba diciendo, encaminó a
Serafín, precediéndolo hasta una puerta de recios cuarterones de caoba renegrida
que, al abrirse con un chirrido sobrenatural, daba a un despacho espacioso, tan
sobrio como acogedor. Un Cristo crucificado de tamaño natural, presidía en
taparrabos la estancia Serafín correteó hacia el sillón donde se sentaba su
tío, para evitar que el señor obispo se levantara, pero como éste ya se había
erguido, impulsado por los muelles del cómodo escaño, el mozo chocó con él y
derribó su anciano y gordezuelo cuerpo, que volvió a hundirse de costado en el
asiento. Serafín, sin disculparse, debido al aturrullamiento, buscó con avidez
el anillo de monseñor y le dio media docena de sonoros y chapoteantes besos,
que inundaron el grueso granate engarzado en oro, de saliva viscosa, aderezada
con alguna escama suelta de las sardinas de cubo en las que se había
sustanciado su magro refrigerio al llegar a Jaca hacía pocas horas.
El obispo se volvió a incorporar y empujó
a Serafín a una distancia suficiente como para verlo por entero:
-
Nada de besamanos, hijo, ven aquí y dame un abrazo como es debido.
Durante casi un minuto, el sobrino
inclusero y el tío adoptivo se fundieron en un apretado abrazo, en el que éste
logró disimular las ofensas que sus sentidos encajaban debido al olor, atuendo
y aspecto de Serafín, comparados con el cual, algunos leprosos de Molokai
hubieran parecido unos dandis.
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