El hombre calvo de la motocicleta a
cuadros paró ante los batientes del Poliamida 4, que aquel invierno era el bar
videomusical de moda en nuestro barrio, cuando ya se había pasado el furor del
Perfidia y casi nadie acudía por el Serampor. Las noches de Babilonia se teñían
de una neblina gris rojiza con una consistencia a medio camino entre un vaho
alquitranado y una grasienta telaraña incorpórea y los escasos transeúntes, ateridos
de frío e intimidados por lo amenazador de la basca trasnochadora, navegaban como
cometas negros pegados al suelo, buscando protección en los cubos de basura
volcados a modo de barricadas, intentando pasar desapercibidos a fuerza de
cobijar sus encorvadas y entecas figuras en uno y otro montón de detritus
desparramados.
El hombre calvo aproximó la motocicleta a
cuadros a uno de los sauces llorones con que el ayuntamiento ecologista
conservador había tenido a bien engalanar la calle y, sacando una cadena
herrumbrosa y un candado, ató la moto al árbol y, sin quitarse el casco, entró
en el Poliamida 4. Un espeso tufo malva tapizaba la atmósfera del local y el
hombre calvo con casco pensó en lo mucho que odiaba los cigarrillos
afrodisiacos con aroma de sándalo que se fumaban en todos los antros que
frecuentaba por aquel entonces. El Poliamida 4 era un tugurio pequeño, mal
ventilado y peor iluminado, donde pacían, noche tras noche, medio centenar de
tediosos exquisitos en torno a ocho o diez mesas de vinilo turquesa. Lo más
infecto de la música tecno aplanaba a la concurrencia desde unos bafles que
vomitaban decibelios a chorros y en una gigantesca pantalla de vídeo,
alternaban con artificial naturalidad, imágenes de porno duro con las de
ceremonias tántricas, carreras de fórmula 1 y ballets balineses.
En aquel local todos se conocían de vista
y se vituperaban de referencias. El hombre calvo del casco les era vagamente
familiar y lo etiquetaban como un hortera a la caza de un ligue ocasional con
el que pasar la noche, cosa que, evidentemente, no conseguía las más de las
noches. Esta vez se dirigió a una de las mesas, donde el Pederasta
Macrobiótico, otro de los habituales del lugar, aleccionaba con ternura a unas
titis jovencitas que iban vestidas y maquilladas al último grito: batas amplias
de arpillera violeta y con un lado del rostro pintado de blanco fosforescente y
el otro de pálido bermellón, envueltos los cortísimos cabellos con un tul
salpicado de lentejuelas plateadas.
El hombre calvo del casco saludó a los
allí presentes con un tímido estertor que nadie se molestó en contestar y tomó
asiento en un puf de plástico esponjoso que había vacante. Meditó brevemente
entre sacarse el casco y exponer su calva de vituperable carrozón a la
concurrencia, o quedarse con él puesto y estar como un mueble, sin enterarse de
la conversación y sin poder terciar. Optó por lo primero.
Sin casco ya, se acercó un momento a la
barra y pidió menta con orujo. Provisto del cilindro esmeralda de bebida, el
hombre calvo volvió al sitio a tiempo de escuchar al Pederasta Macrobiótico que
se expresaba, con voz de cascabel, en estos términos:
-
Hay que desterrar el hedonismo estéril que nos corroe… Es que vosotras sois
unas jóvenes jabatas que no pensáis más que en el placer de los sentidos y por
ese camino ¿a dónde llegáis? U os quedáis en un sentimiento lúdico y pueril de
la existencia, o llegáis al hastío, a la profunda insatisfacción que creéis
emanada de aquello que os rodea. Todo lo vinculado con el placer, con las
sensaciones agradables, es muy limitado. Si es hasta reiterativo: comer, beber,
follar, fumar… Las sensaciones nuevas se agotan enseguida y se desemboca en un
insondable aburrimiento. Un muermo fatal que los ingleses llaman spleen y que
es como un fastidio mortal por el hecho de tener que vivir… Es que vosotras
sois muy jóvenes y no habéis agotado todas las posibilidades de gozar de manera
irresponsable. Pero luego sólo queda un poso amargo y una sensación de vacío y piensas
que no es así como tenías que haber orientado tu vida, que debe de haber otra
cosa. Ya vendréis a verme dentro de ocho o diez años, cuando estéis ahítas de
gozar por todas partes, por los ojos, por la boca, por el chocho, por el culo,
por los oídos, por la nariz, por las yemas de los dedos… Cuando estéis hartas
de viajes, de bailes, de ligues, de fiestas, de camas, de música, de perfumes,
de palabras… Cuando estéis hasta la coronilla y os parezca que no queda ninguna
ventana por abrir, vendréis a Macro y le diréis ¿qué hacemos ahora? Ahora que
ya pasamos de todo, porque todo lo hemos probado en exceso y nos disgusta, ¿qué
hacemos ya con esta jodida vida tan tempranamente gastada? Estamos quemadas de
tanto disfrutar y, sin embargo, frustradas, descorazonadas: buscábamos algo y
no era esto. Y yo os diré: es tarde, tarde. Vuestro tren ha pasado ya, lo habéis
perdido, habéis perdido la ocasión de adentraros por unas vivencias más
sencillas, menos congestionadas; habéis perdido la ocasión de ser simples, diáfanas,
elementales… Habéis querido hacer de la vida una aventura en la que ser las
protagonistas, las primeras estrellas, y os ha salido un burdo y cansino
estereotipo, un cliché gastado por el que nadie daría ni dos duros. Eso es lo
que os dirá Macro, habéis consumido placeres en exceso y sois unas viejas
prematuras, si estáis hartas, jalaros un bote de arsénico…
-
Escucha, Macrobiótico, - interrumpió una de las titis, de bellos ojos
escarlata. – Nos estás liando de pésima manera. Hay tíos y tías, no ya jóvenes,
sino muy carrozones, que no paran de gozarla, o por lo menos de intentarlo, y
no están ni mucho menos hartos de la movida, se les ven unas ganas de marcha
que para qué. Y si no mírate tú, aquí, el amigo de la calva…
-
Yo soy Aries – dijo el hombre calvo del vaso de menta con orujo.
A lo que yo me refiero, - cortó el
Pederasta Macrobiótico – no es a la experiencia personal y vivencial de un
cabeza de tiesto servil y aborregado, que es lo que más abunda por ahí, de la
misma forma que la sardina, el jurel y la caballa son lo que más abunda en el
mar y, para encontrar un pez-joya, tienes que bucear leguas y leguas. A
vosotras os adjudico el tratamiento de peces-joya que, traducido a personas,
significa seres conscientes de sus aspiraciones y de sus fronteras, de sus
sueños y…
Un rubio macilento y malcarado, con una
chupa de plástico negro y unos pantalones burdeos muy ceñidos, interrumpió en
su discurso al Pederasta Macrobiótico:
-
Oye, ¿tú vendes droga?
-
Espérame dentro de diez minutos en los servicios de caballeros, – respondió
éste bajando la voz. Y luego de que el rubio se fue con paso inseguro, miró con
arrobo a su esbelto auditorio y prosiguió con su obvio palique: – Seres conscientes
de sus sueños y de sus realidades ¿Qué me importa a mí que un alcornoque con
patas corra toda su vida en pos de goces primarios y materiales, sin saciarse
jamás? Yo no os pongo en esa órbita. Al atribuiros la capacidad de sentiros
asqueadas, de que llegue un día que digáis: bueno, basta, ya he bebido en todas
las fuentes, ya he llamado en todas las puertas, ya he perseguido todas las
quimeras, ¿y ahora qué? Os estoy brindando la posibilidad de saber que, de
algún modo, os lo podéis hacer de otra manera, mejor, más sano, más barato en
desengaños… Trato de abriros los ojos a una manera de ver las cosas que es más
incómoda, menos confortable, que requiere más esfuerzo y una vigilancia
constante; pero que a la larga es más gratificante, más constructiva,
responsable y creativa… Y espero con toda mi alma que rechacéis el ofrecimiento,
porque ¿qué esperáis? ¿Qué os marque la senda? No, hombre, no. El tiempo de los
profetas ya se ha pasado y yo no soy ni un facha, ni un catequista, ni un
revolucionario, ni un vendedor de recetas… No os voy a decir el camino por la
puñetera razón de que no lo sé yo. Y aparte, que el mismo camino no sirve para
todos los transeúntes, no, qué coño va a servir. Yo tengo el mío propio y, a lo
mejor, te metes tú por ahí y coges un rollo fatal, quién sabe, si yo no sé más
que cuatro vaguedades. Lo único que tengo por cierto es que cada uno tiene su
propia estrategia, visible para él mismo y que las estrategias, los caminos,
convergen en una cierta realización de la unidad…
-
Pero tío, - terció la misma titi de antes – quién nos dice a nosotras que eso
que nos estás largando, no es un rollo patatero que te acabas de aprender en un
libro que se te ha empachado. ¿Y vamos a dejar de buscarnos satisfacción y
compensaciones en la vida por culpa de una intuición mal parida, que luego
igual resulta que es una basura como lo de la política?
La tía tenía unas pestañas larguísimas,
por lo menos cuatro dedos de pestañas y, cuando hablaba, le subía y le bajaba
el pecho, los pechos, unos pechos que debían ser elásticos y prietos como
pelotas de tenis…
-
A mí me gusta mucho jugar al tenis – expresó en voz alta el hombre calvo del
vaso de menta con orujo.
-
Bueno, hermosas, ya sé que es difícil convencer con tan pocos argumentos, - dijo
Macro, apurando su decimotercer gin-tonic de la velada. - ¿Y qué tal si
cambiáramos las posaderas de lugar? Yo ya tengo herrumbre en la rabadilla,
quiero estirar las piernas. Por lo menos de aquí al coche, hostia. Lo tengo
enfrente, aparcado en doble fila. Ya veréis como está la Urbana haciendo
caligrafía. ¿Qué? ¿Os venís al Papáver? Tienen un anisette genial, ¡ah! Y, de
paso, os contaré cómo le paré los pies al cátedro de Semiología Paralingüística
de la Central, un trosko que no tiene ni media hostia dialéctica, un auténtico
calafate, un negro del partido… Bueno, tío, te quedas aquí, ¿no? Vale, pues
adiós.
-
Encantado, seño… tías. - Se despidió el hombre calvo. Las amplias batas de
arpillera violeta revolotearon ante él. La jovencita de los ojos escarlata y
kilométricas pestañas salió con el Pederasta Macrobiótico, que la cogía por los
hombros y le decía secretos hilarantes al oído. El hombre calvo apuró su vaso
de orujo y menta, sin dejar de mirar a la puerta del local. Dos de las titis
que habían asistido a la lección existencial de Macro, hablaban junto a la
salida con un mocetón vestido de raso verde. En sus caras había francas
sonrisas, mitad blanco, mitad bermellón. Una de ellas tenía los ojos verdes y
la otra del color de las amatistas tornasoladas.
Cuando se fueron, el hombre calvo se puso
el casco integral, despacio, muy despacio, como con infinito cansancio y hastío,
por culpa de los goces prolongados y placeres innumerables de su dilatada
existencia o, tal vez, por no haber sabido hallar su propio camino.
Un rubio macilento y sudoroso, el de la
chupa negra, tampoco sabía encontrar el camino de salida desde los lavabos.
El hombre calvo del casco pensó entonces
que, mal que bien, la noche había sido agradable e interesante: había escuchado
la charla siempre amena de Macro y había conocido a unas tías muy atractivas,
modernas y encantadoras. Sobre todo, una, ¿eh? Qué pestañas y qué mirada. Era
sensacional. Y cómo le sentaba la amplia bata violeta de arpillera: si es que
hasta le realzaba los atractivos. ¡Y qué personalidad! Cómo sabía hablar y
discutir y defender sus puntos de vista…
El hombre calvo del casco salió por los
batientes del Poliamida 4 un poco encorvado. El frío de la calle era muy
intenso e intuyó que no sería muy agradable ir en moto una noche como ésa. Con
lentitud y un extraño azoramiento, desató el candado y puso en marcha el
vehículo al segundo intento.
El hombre calvo de la moto a cuadros
arrancó y se sumergió en la noche con el peso de mil novecientos ochenta y dos
años en los hombros. De trecho en trecho, una farola batallaba con la umbría de
los sauces por iluminar la calzada, sin conseguirlo.
Al año siguiente, el ayuntamiento
profiláctico progresista talaría los sauces llorones, sustituyéndolos por
obeliscos de basalto negro.
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