Tomé esta foto (esta atemporal
instantánea, iba a decir) en el cementerio de Olvena, hace 40 años. Olvena es
un bonito pueblo colgado en la confluencia de los ríos Cinca y Ésera, en una escarpada
estribación de la sierra de la Carrodilla. Del exiguo casco urbano al
cementerio cimero se transita por un camino estrecho y empinado. No consigo
imaginarme (ni lo he preguntado) cómo podían cargar el féretro por esa cuesta
implacable hasta la altiplanicie donde descansan los ancestros de los vecinos,
en un pequeño recinto en el borde preciso del abismo.
Por un lado, parece un lugar idóneo para
el despegue de las almas hacia el anhelado paraíso, por otro convoca un intenso
recuerdo de la rima de Bécquer “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”
Aunque he de observar que, en este caso, la eterna soledad les alcanza en un
lugar privilegiado: un balcón o mirador sobre la sierra abrupta, árida y, a su
modo, hermosa.
Si no porque parece un deseo
impracticable, me apuntaría a descansar en un lugar así, junto a la herrumbrosa
cruz del paisano con su chapa ilegible a modo de leyenda o epitafio, yaciendo
en este soleado y ventoso peldaño de la “escalera hacia el cielo” de aquella
canción de Led Zeppelin. Bueno, si me hago incinerar, tal vez alguien se anime
a subir mis restos aquí, en una de aquellas bonitas latas metálicas de Cola Cao
que, cuando joven, usaba de cajas de tambor para acompañar, con solemnes
porrazos, el ritmo de la canción citada. Lástima que quedaran tan abolladas.
Tu siempre pensando en lo más alto, quió. ¿Te da lo mismo uno de los de ahora que son de plástico, ergonómicos y con tapa a rosca?
ResponderEliminarLa tapa colorada, mola. Pero no son tan elegantes y... parecen más pequeños, así que tendré que seguir encogiendo.
EliminarHuy, como en Alicia, a darle al pastel del come me (como yo, en italiano)
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