La primera carga que los padres imponen a
su vástago, aparte de la vida, es la de un nombre que, acertado o desacertado,
será una gracia o una lacra, un adorno o un baldón que le acompañará toda su
existencia.
Antiguamente, los nombres solían denotar
pertenencia a un estrato social. Las clases altas, conscientes de la dificultad
de la elección, hilaban largos nombres compuestos, para que el retoño o la
retoña, alcanzada la madurez, usara del que le viniera en gana, teniendo un
amplio muestrario procedente de los más variados ancestros y ancestras. Traigo
aquí, a cuento de lo expresado, dos ejemplos hallados por mis infatigables
investigaciones. Un varón de cuna ilustre, podía ser bautizado como: Ignacio
Armando Leandro Tristán Leocadio de las Nieves y del Sagrado Corazón. Una
damisela distinguida podía ser agraciada con el nombre de Sagrario Enriqueta
Damiana Cristina Presentación del Señor.
Los pobres, por el contrario, solo
gastaban un nombre. Si los progenitores eran prudentes o discretos, daban en un
sencillo José, Juan o Antonio para el macho y María, Carmen o Pilar para la
hembra y así ponían a ambos a salvo de ulteriores complicaciones, malentendidos
o bochornos de aquellos que la originalidad de los humildes acaba acarreando
casi siempre.
En este campo hay nombres cuya deliciosa
obsolescencia me hace sonreír, ante la bizarría, la piedad insensata o la falta
de cautela de algunos antepasados que usaron estos recios apelativos que, a día
de hoy, se consideran decididamente arcaicos.
En la provincia de Teruel, conocí a una
señora llamada Circuncisión, aunque usaban con ella el diminutivo Circun, éste
para mí se lleva la palma como el nombre que me ha parecido más insólito. Otros
que me han llamado la atención por su arcana singularidad, han sido:
Sinforiano, Tiburcia, Venancia, Santiaga, Reparada, Policarpo, Restituto, Ulpiano,
Mamerto, Práxedes, Gelsumina o Hermelando.
En nuestros días, los padres no son tan
atrevidos y recurren a la seguridad infalible de las modas en vigor. En mis
tiempos de docente me encontré, a menudo en una clase, con repeticiones,
rayanas en la epidemia, de David, Daniel, Adrián, Alejandro, Vanesa y Jessica.
A una muchacha de éste nombre (léase Yésica), le gasté la broma de contarle que
unos padres, dudando entre poner a su hija Vanesa o Jessica, le pusieron
“Vanésica” (y me dijo: ¡hala, qué feo!)
En la España del siglo XXI, las modas más
asentadas son la territorial (entre padres autonómicos sensibles al hecho
diferencial) y la exótica, entre los padres de las clases más desfavorecidas. A
ésta última pertenecen los nombres que más me han llamado la atención en los
últimos tiempos, sé que a alguno no le parecerán verosímiles, pero aquí están: Daglas,
Brallan, Estifen o Estiven, Yónatan o Kevin Cosme (por homofonía con Kevin
Costner). Si digo ahora que mis nombres favoritos se refugian en la sencillez
de un Diego, Manuel, Ana, Julia o Alicia, como mi madre, les permito que me
digan: “Ahí va, qué rancio”. A mandar.
Toda esta catarata de simplezas, me ha
venido a raíz de consultar los nombres más frecuentes por provincias en los
enlaces:
http://unadocenade.com/una-docena-de-nombres-de-chico-mas-puestos-en-espana/
http://unadocenade.com/una-docena-de-nombres-de-chico-mas-puestos-en-espana/
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