Estaba documentándome para el cuarto tomo
de “Memorias De Un Cantamañanas” (En Nueva Zelanda, “Singmornings’ Memories”)
cuando constaté que, entre 1976 y 1980, ¡me dedicaba a coleccionar sellos! Así
dicho, suena a una dedicación seria, pero la verdad es que fue una de mis
actividades de menor mérito, algo así como cuando aprendí a nadar con flotador.
Me limité a apuntarme en la oficina
postal de mi pueblo al “Servicio Filatélico de Correos” que, al precio nominal,
me mandaba todos los sellos que se iban emitiendo en España y yo, por mi
cuenta, sólo tenía que comprar las páginas del Olegario (un álbum adaptado y
completo) conforme iban apareciendo y meter los sellos, con unas pinzas, en
unas fundas para preservarlos. Pan comido.
No sé por qué lo dejé, así que hoy
escaneo cinco páginas para ponerlas aquí. Tienen casi cuarenta años… Más o
menos por aquella época, falleció René Goscinny, escritor de, entre muchas otras
cosas, las fantásticas aventuras de “El Pequeño Nicolás”, alguno de cuyos
volúmenes comentaré en cuanto recupere el riego sanguíneo, pero que, si tienes
un hijo entre 8 y 13 años, te recomiendo que compres ya sin falta para, con la
excusa, leerlas tú mismo y volver a ver la vida con el estado de gracia de los
ojos de un niño de esa edad.
Te dejo con un relato completo, muestra
pertinente del tema de hoy:
“Filatelias
Rufo llegó terriblemente contento a la
escuela esta mañana. Nos enseñó un cuaderno muy nuevo que llevaba, y en la
primera página, arriba a la izquierda, había un sello pegado. En las demás
páginas no había nada.
—Empiezo una colección de sellos —nos
dijo Rufo.
Y nos explicó que fue su papá quien le
dio la idea de hacer una colección de sellos; que eso se llama filatelia y que
era terriblemente útil, porque se aprendía historia y geografía mirando los
sellos. Su papá le había dicho también que una colección de sellos podía valer
montones y montones de dinero, y que había habido un rey de Inglaterra que
tenía una colección que valía terriblemente cara.
—Lo que estaría muy bien —nos dijo Rufo—
es que vosotros hicierais colección de sellos; entonces podríamos cambiarlos.
Papá me dijo que así es como se llega a hacer colecciones formidables. Pero los
sellos no tienen que estar rotos, y sobre todo es preciso que tengan todos los
dientes.
Cuando llegué a casa a comer, le pedí en
seguida a mamá que me diera sellos.
—¿A qué viene eso ahora? — preguntó
mamá—. Vete a lavar las manos y no me des la lata con tus ideas descabelladas.
—¿Para qué quieres sellos, jovencito? — me
preguntó papá—. ¿Tienes que escribir cartas?
—No, bueno —dije—; es para hacer
filatelia, como Rufo.
— ¡Eso está muy bien! — dijo papá—. ¡La
filatelia es una ocupación muy interesante! Coleccionando sellos se aprenden
montones de cosas, sobre todo historia y geografía. Y, además, ¿sabes?, una
colección bien hecha puede valer mucho. Hubo un rey de Inglaterra que tenía una
colección que valía una verdadera fortuna.
—Sí —dije yo—. Entonces, con mis
compañeros, haremos cambios y tendremos colecciones terribles, con sellos
llenos de dientes...
—Sí —dijo papá—. En cualquier caso,
prefiero verte coleccionar sellos en vez de esos juguetes inútiles que llenan
tus bolsillos y toda la casa. Y ahora vas a obedecer a mamá: vas a lavarte las
manos, vas a venir a la mesa, y, después de comer, te daré algunos sellos.
Y después de comer, papá buscó en su
despacho y encontró tres sobres, en los que rompió la esquina donde estaban los
sellos.
—¡Ya estás en camino de hacer una
colección formidable! —me dijo papá, riendo.
Y yo lo besé, porque tengo el papá más
estupendo del mundo.
Cuando llegué a la escuela, esta tarde,
había varios amiguetes que habían empezado colecciones; Clotario tenía un
sello, Godofredo tenía otro y Alcestes tenía uno, pero todo roto, asqueroso,
lleno de mantequilla, y le faltaban montones de dientes. Yo, con mis tres
sellos, tenía la colección más estupenda. Eudes no tenía sellos y nos dijo que
éramos tontos y que eso no servía para nada; que a él le gustaba más el fútbol.
—El tonto eres tú —dijo Rufo—. Si el rey
de Inglaterra hubiera jugado al fútbol en lugar de coleccionar sellos, no
habría sido rico. Quizá incluso ni habría sido rey.
Tenía toda la razón Rufo; pero como tocó
la campana para entrar en clase, no pudimos continuar haciendo filatelias.
En el recreo, nos pusimos todos a hacer
cambios.
—¿Quién quiere mi sello? —preguntó
Alcestes.
—Tienes un sello que me falta —le dijo
Rufo a Clotario—. Te lo cambio.
—De acuerdo —dijo Clotario—. Te cambio mi
sello por dos sellos.
—¿Y por qué voy a darte dos sellos por tu
sello, si me haces el favor? —preguntó Rufo—. Por un sello doy otro sello.
—Yo sí que cambiaría mi sello por un
sello —dijo Alcestes.
Y después el Caldo se acercó a nosotros.
El Caldo es nuestro vigilante y desconfía cuando nos ve a todos juntos, y como
siempre estamos juntos, porque somos un grupo de compañeros fenómeno, el Caldo
desconfía todo el tiempo.
—¡Mírenme bien a los ojos! — nos dijo el
Caldo—. ¿Qué están tramando ahora, mala hierba?
—Nada, señor — dijo Clotario—. Hacemos
filatelias, o sea, que cambiamos sellos. Un sello por dos sellos, o algo así,
para hacer colecciones estupendas.
—¿Filatelia? — dijo el Caldo—. ¡Eso está
muy bien! Muy instructivo, sobre todo en lo concerniente a la historia y a la
geografía. Y, además, una buena colección puede llegar a valer mucho... Hubo un
rey de no sé qué país, y no me acuerdo de su nombre, que tenía una colección
que valía una fortuna... Bueno, hagan sus cambios pero pórtense bien.
El Caldo se marchó y Clotario tendió su
mano, con el sello dentro, a Rufo.
—Entonces, ¿de acuerdo? —preguntó
Clotario.
—No — contestó Rufo.
—Yo estoy de acuerdo — dijo Alcestes.
Y, después, Eudes se acercó a Clotario,
y, ¡hale!, le quitó el sello.
— ¡Yo también voy a empezar una
colección! —gritó Eudes, riendo.
Y echó a correr. Clotario no se reía,
corría detrás de Eudes gritándole que le devolviera su sello, asqueroso ladrón.
Entonces, Eudes, sin detenerse, lamió el sello y se lo pegó en la frente.
— ¡Eh, chicos! — gritó Eudes—. ¡Mirad!
¡Soy una carta! ¡Soy una carta por avión!
Y Eudes abrió los brazos y empezó a
correr haciendo «braom, braom»; pero Clotario consiguió ponerle la zancadilla,
y Eudes cayó, y empezaron a pelearse terriblemente, y el Caldo volvió
corriendo.
— ¡Oh! ¡Ya sabía yo que no podía confiar
en ustedes! — dijo el Caldo—. Son incapaces de distraerse inteligentemente.
¡Ustedes dos, castigados!... Y, además, usted, Eudes, va a hacerme el favor de
despegarse ese ridículo sello que tiene en la frente.
—Sí, pero dígale que tenga cuidado de no
romper los dientes — dijo Rufo—. Es uno de los que me faltan.
Y el Caldo lo mandó castigado, con
Clotario y Eudes.
Los únicos coleccionistas que quedábamos
éramos Godofredo, Alcestes y yo.
—¡Eh, chicos! ¿No queréis mi sello?
—preguntó Alcestes.
—Te cambio tus tres sellos por mi sello —
me dijo Godofredo.
—¿Estás loco? — le pregunté—. Si quieres
mis tres sellos, dame tres sellos, ¡no faltaba más! Por un sello, te doy un
sello.
—Yo sí quiero cambiar mi sello por un
sello — dijo Alcestes.
— ¿Y qué ventaja saco? — me dijo
Godofredo—. ¡Son los mismos sellos!
—Entonces, ¿no queréis mi sello?
—preguntó Alcestes.
—Yo estoy de acuerdo en darte mis tres
sellos — le dije a Godofredo— si me los cambias por algo bueno.
—¡Vale! —dijo Godofredo.
—Está bien; ya que nadie quiere mi sello,
¡mirad lo que hago con él! —gritó Alcestes, y rompió su colección.
Cuando llegué a casa, de lo más contento,
papá me preguntó:
— ¿Qué, joven filatélico, cómo marcha esa
colección?
—Estupendamente — le dije.
Y le enseñé las dos canicas que me había
dado Godofredo.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario