En un principio pensé que se trataba de una
irrepetible tarde de suerte. Pedí un chato de blanco y me puse a jugar a la
escoba con Chus, Josemari y Jezú. Gané esa ronda y la siguiente y la siguiente
y la siguiente… Estaba tan crecido que pedí una de cubalibres.
- Mira
Pinchaúvas – dijo Chus mosqueado – que ésta te va a tocar pagarla a ti. Y como
no acostumbras a llevar más allá de tres pesetas, tendrás que estar fregando
los vasos de Serafín toda la semana que viene.
Volví a ganar y esta vez el que se mosqueó fue
Jezú:
-
Cagonlá, Pinshito, por mis muertos que la de ahora no la ganas ni aunque te
emborrashe como está hasiendo, me ví a consentrá. ¡Serafín, otra de cubalibres!
Andábamos ya bastante bebidos y montábamos un
vocinglero alboroto, acompañado de golpes en la mesa y risotadas, el asiduo y
jovial estrapalucio, nada que no hubiéramos puesto en escena otros viernes al
anochecer. Había perdido la cuenta de las rondas que habíamos trasegado… Y aún
no me había tocado pagar ninguna.
- ¿No
habías quedado con la Mejillones? – Me preguntó Josemari con acento vitriólico,
teniendo en cuenta que hacía meses que no usaba ninguna alusión despectiva
referente a Nines. Puede que, desde lo del teatro, hasta anduviera un poco
colado, ¿estaría celoso? – Vamos a jugarnos la última, que hoy Pinchaúvas está
sembrado, tiene el siete de oros amaestrado el muy cabrón. ¿Otra vez
cubalibres?
Serafín vino taciturno con una bandeja en la que
había tres vasos altos a rebosar del líquido espumoso y oscuro. Yo lo recibí
con una carcajada y otras muestras de escandalera:
- ¡No
jodas, Serafín! ¿No ves que te has equivocado al contar? ¡Somos cuatro y te
falta traer uno!
- No me
he equivocado al contar. A ti ya no te pongo más.
- No
fastidies ¿y me puedes decir por qué?
- Porque
tú ya tienes bastante. Y además, eres menor.
- ¿Qué?
¿Cómo? ¿Pero esto qué es? ¿Qué discriminación es ésta? Estos también son
menores y les has servido. Y todos los que tienes ahí fuera en la barra,
también son menores. Si el único mayor de edad que hay ahora en este bar eres
tú.
- Anda,
Teo, has bebido más de la cuenta: sal a que te dé el aire fresco y vete a casa
que todavía no vas muy mal…
- Ponme el
cubata, joder. Si es el último.
- Ni
hablar, Teo, por hoy ya llevas suficiente, si quieres te pongo un agua de
Vichy. – No sé si fue la risita de Chus el detonante que me hizo explotar, pero
estallé y me dirigí a Serafín, en plan gallito, con la más absoluta
desconsideración y falta de respeto:
-¡Valiente gilipollas! ¡El agua de Vichy se la
pones a tu puta madre!
Un seco estampido puso un final repentino a esta
algazara. La mejilla izquierda me dolía terriblemente, el pómulo me escocía y
el oído me silbaba. Tardé más de medio minuto en comprender que Serafín me
había dado una bofetada. Una muy fuerte.
- Mira,
Teo, no quería hacer esto delante de todos y, además, vas a tener que escuchar
algo que tampoco quería decirte en público. Has perdido a tu padre hace pocos
días y te has quedado huérfano de la poquísima autoridad que el pobre Emeterio,
Dios le haya perdonado y lo tenga en su Santa Gloria, ejercía sobre ti.
Desaparecido él, pareces haberte quedado a solas con el recuerdo de su mal
ejemplo, como estás evidenciando ahora. Y, en conciencia, no lo puedo permitir
y no lo voy a tolerar. Y si te estás preguntando: ¿a éste qué diablos le
importa lo que, en adelante, me pase o me deje de pasar? Que sepas que tengo
razones más poderosas de las que sospechas para inmiscuirme en tus asuntos, que
sepas que hay un motivo muy poderoso que, por ahora no te diré, para
preocuparme por tu futuro, para impedir que te eches a perder como Emeterio y
para considerarme, a todos los efectos… tu nuevo padre. Así que vete a casa
ahora mismo, entra en el excusado del rellano, ponte dos dedos en el paladar y
vomita todo lo que has sobrecargado tu organismo en ésta velada de excesos.
Vete, entonces, a la cama y mañana será otro día y, si reúnes el valor
suficiente, ven otra vez a hablar conmigo, que tengo una cosa muy importante
que decirte.
Sin más, me cogió por la grasienta mata
apelmazada de cabello que cubría mi nuca, me hizo levantar con suavidad no
exenta de firmeza y me puso de patitas en la calle. Yo estaba como atontado, no
sé si por la hostia que me había soltado Serafín, por la sorpresa asociada o
por la curda. Me alejé aturdido, pero no tanto que no oyera a Jezú preguntarle
con voz muy beoda a Serafín.
- ¿Cómo é
que os pareséi tanto el shavaliyo y tú?
Entonces me llegó el fragor de otro estampido
desde el interior del bar. Una detonación que ya me era familiar. Y, haciendo
eses por la calle Gil Berges, me fui camino de casa.
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