La historia de Giuseppe Tomasi Di
Lampedusa es, muy pero que muy condensada, la de un hombre que tiene una gran
historia que contar y la cuenta maravillosamente. Sólo escribió esta novela,
que supongo fruto de sus vivencias personales, de su experiencia social y
cultural y, sobre todo, de su pertenencia a una clase aristocrática, en declive
por obsolescencia histórica, retratada de un modo grandioso en una narración
más bien breve, más bien dramática y, sobre todo, ex-qui-si-ta.
El autor |
Yo no conozco ninguna novela donde, como
en ésta, se aúnen una delicadeza formal, una voluntad literaria y un cuidado de
orfebre de la palabra, con una tal claridad, transparencia y sencillez clásicas.
De este modo es en extremo rigurosa y asequible, culta y accesible, minoritaria
y popular. Cualquiera que sea el nivel del lector, éste queda muy complacido:
les encantaba a mi madre y a mi catedrático de Filosofía de la Educación.
Además, ahora que está tan de moda la novela histórica, ésta, sin ser de género
en sentido estricto, es una cita obligada.
De todas formas, para el escritor fue una
triste historia. No se trató del genio que se muere de hambre, pues como he
dicho se trataba de un miembro de una clase privilegiada, pero pasó por la
amargura de no ver publicada su novela en vida. Las principales editoriales
italianas (Einaudi y Mondadori) la habían rechazado y Lampedusa falleció en
1957 de un tumor pulmonar, sin saber el monumental éxito de público que la obra
iba a cosechar: tras su publicación, entre 1959 y 1960, conoció un sinfín de
reediciones, fue traducida a decenas de idiomas y premiada con los galardones
más relevantes en Italia y fuera de ella.
Con la crítica literaria, la cosa anduvo
más dividida: si bien todos los estudiosos reconocían su rigor literario, la
perfección extraordinaria en la forma y la belleza y pulcritud de su lenguaje,
las modas culturales del momento, existencialismo y marxismo a la cabeza,
dictaron un veredicto que iba de lo tibio a lo decididamente adverso. Bien es
verdad que un panegírico, o al menos un canto del cisne, de los valores de la
aristocracia liberal e ilustrada, frente a la rapaz burguesía que la sustituyó,
no era entonces el más candente de los temas de interés. Y también es cierto
que la obra no hace la menor concesión a las vanguardias de su siglo: salvo por
algunos detalles de distanciamiento, escepticismo o ironía, parece escrita por
un contemporáneo de Stendhal, pero hay quien cree que la belleza es intemporal.
La historia de los Salina, una familia
noble, algo venida a menos, en la Italia de 1860 es el tema del relato.
Garibaldi, al frente de los camisas rojas, va a desembarcar en Marsala. Francisco
II, el rey absoluto del reino de Nápoles y las dos Sicilias, de la casa de
Borbón, va a ser depuesto en beneficio de Víctor Manuel de Saboya, un monarca
de corte constitucional, con el que se unificará Italia y las milenarias castas
nobiliarias perderán sus privilegios. Don Fabrizio, el último “Gatopardo”,
príncipe de Salina, agudo aristócrata y prestigioso científico, ve que los
tiempos en que todos inclinaban la cabeza con un respetuoso “excelencia”, están
tocando a su fin. Su sobrino y ahijado, Tancredi, percibe que ha de unirse a
los rebeldes garibaldinos porque “si queremos que todo siga como está, es
necesario que todo cambie”, (¿nos suena, verdad?) Tras la fiebre
revolucionaria, Tancredi recogerá los frutos de su hábil cambio de camisa. Se
casará con la rica y hermosa Angélica, en detrimento de su prima Concetta, hija
de don Fabrizio, con la cual su futuro político hubiera corrido riesgos por
falta de dinero. En cambio Angélica es hija de don Calogero Sedara, un
acaudalado miembro de la ascendente clase burguesa. Don Fabrizio opina que los
gatos salvajes (como él) serán sustituidos por chacales (como don Calogero) y
debe situar a su sobrino Tancredi, a quien quiere más que a sus hijos, en una
situación ventajosa en el mundo que se avecina.
Más allá de la historia, la novela es un
poderosísimo tapiz, con un retrato colectivo de un pulso impresionante por lo
certero, donde puedes pasear la vista por la decadencia de la aristocracia, su
pérdida de poder, influencia y privilegios, el despilfarro de sus patrimonios
en ruinas, que se lleva a cabo en ostentación, en rutilantes fiestas y bailes.
También se pintan con vivos colores la vida rural en la Sicilia de 1860, la
caza, la violencia en una tierra irredenta, el oscurantismo, la influencia de
la iglesia, las intrigas, la vida sentimental en el postromanticismo, el tedio
de la estrecha convivencia en círculos sociales cerrados, la miseria y el
atraso seculares, todo en un clima inmisericorde, seco y abrasador. La
combinación de lucidez, escepticismo y amargura no deja el menor resquicio a la
esperanza.
Los dos capítulos finales son
desgarradores. En el penúltimo, con un salto narrativo de veinte años, se narra
la muerte de don Fabrizio con unos tintes tales que parece el final de toda una
época, que se despide con una solemnidad y una tristeza inenarrables. Pero es
el octavo y último el que ahonda en la desgracia y la futilidad de todos los
destinos humanos: ya estamos en 1910 y las hijas de don Fabrizio son tres
octogenarias, solteronas beatas, que han dilapidado el último rescoldo de su
patrimonio en adquirir reliquias sagradas, por lo demás, falsas. Todos los
tibios esplendores del pasado, las ambiciones, las esperanzas, se han
finiquitado. Concetta no ha podido superar el desengaño amoroso que le produjo
su primo Tancredi que, por lo demás, lleva años muerto, polvo al polvo, ceniza
a la ceniza…
Más famosa que el libro se hizo la
película, dirigida por Luchino Visconti, que se estrenó en 1963 y que tuvo en
su época un portentoso éxito de público, gracias a su popular reparto: nada
menos que Burt Lancaster, como don Fabrizio; Alain Delon, como Tancredi, y
Claudia Cardinale, en el vértice de su sensualidad y belleza, como Angélica.
Burt Lancaster encarna al príncipe Salina, ¡qué clase! |
La película, con un metraje que alcanza
las 3 horas está, como casi todas las del cine italiano de aquella época, a mi
modo de ver, un tanto sobrevaluada. No quiero decir que no sea buena, sino que
no lo es tanto como su fama acredita, ni como el libro le hubiera permitido.
Para las costumbres de visionado de hoy es lenta y larga y en algún momento (el
baile final) roza el aburrimiento (pretende describir el tedio de la farragosa
vida social y lo comunica de veras al espectador).
Alain Delon, el ambicioso ahijado del príncipe |
Se ciñe mucho a la novela e,
inexplicablemente, no transmite con fidelidad las emociones que ésta crea. Los
detalles externos son recreados con morosidad y, sin embargo, el pathos de los
protagonistas es levemente alterado: acaso retrata con fidelidad príncipe
Salina (aunque no lo presenta como un destacado científico, Visconti se fiaba
más de Marx que de Veblen). Los demás, un desastre, Tancredi (Alfonso, en la
película) es un pan sin sal. Cuando Lampedusa lo describe, dice: “acaso no sea
posible obtener la distinción, la delicadeza, la fascinación de un muchacho
como él, sin que sus mayores hayan dilapidado una docena de grandes
patrimonios. Al menos en Sicilia esto es lo que sucede”, pues bien, esto en la
película no aflora por ninguna parte, el guaperas de Alain Delon, no lo
transmite. En cuanto al jesuita, al padre Pirrone, no es presentado como un religioso
culto y despierto, sino como el cura burda y puerilmente caricaturizado, típico
de las películas italianas dirigidas desde una ideología izquierdista, que aquí
da para pocas delicadezas.
Tancredi corteja a la sensual Angélica (Claudia Cardinale) |
En general, hay mucho boato, mucho figurón, una
sobredosis de purpurina y gran parte de la sutileza del relato se ha perdido.
Considero la película un tanto fallida. No me gusta ni la iluminación de
interiores, que es muy poco natural, ni los abundantísimos y largos planos
generales que pretenden emular y darle una consistencia como de pintura histórica, sacrificando a
cambio el ritmo narrativo que es muy moroso. El vestuario es magnífico y las
lectoras del Hola lo contemplaron arrobadas. Las escenas de acciones guerreras
son de las menos convincentes de la película y, por si fuera poco, son
innecesarias. Además sólo alcanza a seis de los ocho capítulos del texto que la
sustenta.
Hay conveniencias sociales y mucho amorrr |
Yo creo que el gigantesco éxito que cosechó, se cimenta en la
magnífica interpretación de Burt Lancaster. Si no conoces ni el film ni el
libro, decántate por el segundo, es más entretenido y todo. Y no resisto, como
despedida, la tentación de transcribir dos largas citas de esta obra maestra de
la narrativa del siglo XX:
Primero, la descripción de una escena de
caza:
“A los pocos instantes un culito de pelos
grises se movió entre las yerbas, dos tiros casi simultáneos pusieron fin a la
silenciosa espera. «Arguto» depositó a los pies del príncipe un animalillo
agonizante. Era un conejo: la modesta casaca de color de arcilla no había
bastado para salvarlo. Horribles desgarraduras le habían lacerado el hocico y
el pecho. Don Fabrizio sintió sobre sí la mirada de los grandes ojos negros
que, invadidos rápidamente por un velo glauco, lo contemplaban sin reproche
pero poseídos por un dolor atónito dirigido contra el orden de las cosas. Las
aterciopeladas orejas estaban ya frías, las vigorosas patitas se contraían
rítmicamente, símbolos supervivientes de un inútil impulso: el animal moría
torturado por una ansiosa esperanza de salvación, imaginando poder todavía
librarse cuando ya había sido apresado, como tantos hombres. Mientras los
piadosos pulgares acariciaban el mísero hocico, el animal tuvo un postrer
estremecimiento y murió. Pero don Fabrizio y don Ciccio habían tenido su pasatiempo.
El primero había experimentado además del placer de matar el goce
tranquilizador de compadecer.”
Un plano general de banquete |
Y ahora la escena del final del baile,
con la que termina la película, que no el libro:
“El baile continuó todavía durante mucho
rato y dieron las seis de la mañana: todos estaban agotados y desde hacía por
lo menos tres horas hubiesen querido encontrarse en la cama. Pero irse temprano
era como proclamar que la fiesta había sido un fracaso, y ofender a los dueños
de la casa que, los pobres, se habían tomado tantas molestias. Las caras de las
señoras estaban lívidas, los trajes marchitos, las respiraciones pesadas.
«Virgen santa, ¡qué cansancio!, ¡qué sueño!» Por encima de sus corbatas en desorden,
las caras de los hombres eran amarillas y estaban arrugadas, y las bocas llenas
de amarga saliva. Sus visitas a un cuartito reservado, al nivel del estrado de
la orquesta, se hacían cada vez más frecuentes; en él estaban colocados
ordenadamente una veintena de grandes orinales, llenos casi todos a aquella
hora, algunos de los cuales se habían desbordado. Advirtiendo que el baile
estaba a punto de terminar, los criados amodorrados no cambiaban ya las velas
de las lámparas: los cabos de velas expandían por los salones una luz difusa,
humosa, y de mal agüero. En la sala del buffet, vacía, había solamente platos
desmantelados, copas con un dedo de vino que los camareros se bebían
apresuradamente, mirando en torno suyo. La luz del alba insinuábase plebeya por
las rendijas de las ventanas.”
Un plano general de baile |
Esplendor y miseria.
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