Con cierta frecuencia, el otoño nos
obsequia con atardeceres esplendorosos, donde el sol, bajo el horizonte
visible, ilumina el vientre de las nubes, tiñéndolo de una incomparable gama de
anaranjados, malvas, ocres, rosas, dorados, violetas y granates, en un
delicadísimo registro luminoso y cromático. Vamos, que es digno de verse.
Lo más común es que se trate del remate
de un día ventoso y desapacible. Cuando ha hecho mucho aire, como decimos aquí,
las nubes se han visto desgarradas, retorcidas, torturadas y estos destrozos y jirones
arremolinados permiten que la luz se cuele por insospechados pasillos y se vaya
matizando en disparatadas claraboyas.
Estoy mirando al cielo desde mi terraza
y, antes de que me dé un arrebato de melancolía por la fugacidad del tiempo, o
algo semejante, entro a por la cámara digital para atrapar estos incorpóreos
juegos de la luz en el poniente.
Las fotos pertenecen a momentos de otoños
anteriores. No están retocadas más allá de algún recorte o algún adecentamiento
muy básico, es decir, son reflejos naturales de atardeceres plasmados tal cual.
Para retratar el cielo así, la única previsión que hay que tomar es poner la
compensación de exposición EV entre -1 y -2. A veces el enfoque automático por
detección de contraste no funciona y hay que echarle paciencia. La misma que
para aguardar el momento de estas luces mágicas con la reverencia que merecen.
Uff la 3... y las otras. Lo peor de estas puestas de sol es la poca gracia que queda en el cielo sólo un ratillo después, te da la impresión de que no volverá la vida a levantar cabeza.
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