Decía Rafael Alberti: ”yo era un tonto y
lo que he visto me ha hecho dos tontos”. ¿Puede sin más el descrédito de las
instituciones políticas alcanzar también a los sindicatos? Puede. ¿Y es
conveniente para alguien? Para nadie. Ni siquiera aquéllos que desde la llamada
“caverna mediática” jalean alegremente los supuestos tropiezos de las dos
grandes centrales, aciertan a calcular el daño real que a esta sociedad, en su
conjunto, se le haría en un cuerpo laboral descabezado, sin estructuras
representativas y con los trabajadores al albur del populismo, las mafias o yo
que sé, pero aún peor.
La prensa de derechas se sobra alegremente con las connotaciones de su titular |
Sólidamente dañados los partidos
políticos, la Corona, la unidad del Estado, los derechos más básicos de la
ciudadanía… Pues, ¿por qué iban a librarse los sindicatos? Por qué parar, si
esto es el patio de Monipodio y no rige otra ley que la de la choricería. Una
necesidad práctica de amparo colectivo es privativa de los que hemos
desempeñado un trabajo. Eso lo sabemos todos aquellos que hemos trabajado
alguna vez por cuenta ajena. No tiene vuelta de hoja, porque si la tiene rige
la ley del más fuerte, basculando entre el abuso más desordenado y los desórdenes
más abusivos, según lo que toque.
Las masas criticando al gobierno |
A mí, como enseñante en activo durante
treinta y ocho años, me hubiera gustado, de verdad, sentirme integrado en algún
sindicato de trabajadores representativo y tal, que arropara nuestras
reivindicaciones laborales, retributivas y por ahí. “Huelga” decir que jamás lo
conseguí: primero Paquito “the Dictator” y sus famosos sindicatos verticales
(Estado, patronos y obreros, formando parte de la misma organización, con
aplicación rigurosa de la ley del embudo). Cuando Paquito se fue a su famoso
valle, para morirse colegas: ¡los sindicatos en la enseñanza continuaron siendo
verticales! Todo el mundo laboral tenía sindicatos de clase, menos nosotros. Me
explico: el timo se llamó “Comunidad Educativa”. Padres, Estado, alumnos y docentes,
para que no te enfrentes, todos juntos, en comunión de intereses. Un sindicato
de pilotos, controladores y pasajeros, la comunidad aeronáutica, hubiera estado
mejor… Aún se me ocurre otra más chistosa, el mismo sindicato para los jueces,
abogados, fiscales, funcionarios de prisiones y reclusos, la comunidad
penitenciaria. La monda.
Cierto que estuve circunscrito por
algunos sindicatos, algunos más peores que otros… La experiencia más
cochambrosa, la tuve en USTEC, allá por los ochenta. Cuando les llamé a una
oficina que tenían, para consultarles respecto a si me asistía el derecho a
ausentarme del Centro para presentarme a exámenes de la UNED, me contestaron
que “no estaban allí para resolver problemas personales”, fastuosa respuesta
que me dejó sin saber para qué estaban.
La airosa juez |
Dejando aparte mis personales batallitas,
me parece de singular enjundia la batalla entablada entre la juez Alaya y
algunos importantes responsables de UGT y CC.OO. Aquella les ha instruido un
expediente que, según airea la prensa de derechas, habla de estafas, falsedad
de documentos, apropiación del erario público y lindezas por el estilo. Los
comunicados sindicales por su parte, hablan de la restauración del Tribunal de
Orden Público Franquista, de métodos dictatoriales y de un proceso-pantomima al
sindicalismo democrático. Por otra parte, como la calle es de la izquierda,
grupos de militantes se desplazan, tal vez desde sus lugares de trabajo, para
increpar a la elegante juez y corear unas cuantas consignas insultantes. Es lo
que tiene la izquierda en este país: si el presunto estafador es un “pez gordo”,
nos presentamos a la puerta del juzgado para vociferarle nuestra indignación y
repulsa. Como en “Alicia en el País de las Maravillas”, la sentencia es lo
primero, el juicio vendrá después. En cambio si el encausado es “uno de los
nuestros”, la indignación y la repulsa se la lleva el juez, de este modo la
justicia no es ciega, sino más bien, estrábica.
Y aquí es donde a un perplejo servidor le
urge saber quién tiene razón, o al menos quién la usa mejor. Y mucho me temo
que, como ocurre con todo el resto de las nauseabundas tifas que jalonan la
convivencia nacional, me voy a quedar una larguísima temporada sin saberlo. Lo
que hace particularmente enojoso este caso, es que cualquiera de las dos
soluciones da escalofríos.
Admitamos que los sindicalistas están
siendo perseguidos: una derecha con todas las bazas a su favor y totalmente
envalentonada, ha decidido acabar con ellos. Da miedo pensar que uno tras otro
van cayendo reductos de derechos y libertades, de representación y
participación, pero así parece ser, así parece que vienen los tiempos… Aunque
no me lo acabo de creer. Si yo soy un campeón del capital, es mejor que mis
adversarios tengan interlocutores representativos y estén organizados en torno
a unas reglas de juego más o menos compartidas (como así ocurre con las
actuales organizaciones sindicales), que tener que lidiar, caso por caso, con
la incertidumbre: asambleas por aquí, desórdenes y sabotajes por allá,
violencia y mano dura por acullá… No sé. Generalmente los poderosos, en los
países democráticos actuales, no se comportan de una manera tan obtusa, aunque
no descarto que estén aprendiendo.
Admitamos ahora que la denostada juez
haya quitado la tapa al cubo de la basura: lo que va saliendo son las gabelas y
sinecuras que han estado usurpando unos señores que se decían representantes de
la clase trabajadora. Unos fulanos que han dado la vuelta al mito de Robin
Hood, despojando a los parados de cursos de formación laboral, para otorgar a
los ricos alguna parrillada de marisco adicional. Si la contaminación
chollocrática se ha apoderado de las cúpulas de la burocracia sindical, ¿quién
socorrerá a unos míseros currantes más desprotegidos que nunca? ¿La iglesia?
Pues no te rías, preguntando en las crecientes bolsas de pobreza, no te van a
contestar que les dan comida y techo en las “Casas del Pueblo”.
Errare humanum est. En todos los países
occidentales modernos hay un potente grado de financiación ilegal en los
partidos políticos y un buen muestrario de prácticas mafiosas en las centrales
sindicales. En la película “Las invasiones bárbaras” procedente del
avanzadísimo Canadá, dirigida por el nada sospechoso de ser reaccionario, Denys
Arcand, se nos presenta con sintomática naturalidad la siguiente escena: en un
hospital, a un joven ejecutivo le desaparece su portátil, allí mismo acude a la
oficina de los representantes sindicales. No saben nada del asunto, así que les
ofrece una buena cantidad de dinero. Al día siguiente le llaman porque su
portátil “ha aparecido”.
Según UGT, todo está controlado (o casi) |
En España se percibe una diferencia muy
señalada: aquí se niega la mayor. En lugar de tomar medidas para minimizar
tales casos, lo que se hace es negar que tal cosa pueda estar ocurriendo. Lo ha
hecho el partido que gobierna, con el caso abierto y supurante de la
financiación ilegal, conque ¿por qué iban a ser menos unos pobres sindicalistas
que sólo son sospechosos de haber robado unas cuantas gallinas para comer? El
atestado es un montaje y, si hace falta, los hechos son un montaje. Un montaje
para erosionar su inmaculada imagen. Observemos que no se admiten
responsabilidades, ni se hace un intento de saneamiento en institución alguna,
¿para qué, si son perfectas? Don Cándido Méndez lleva tanto tiempo al frente de
la UGT, que algunos ya lo confundimos con Abderramán tercero… Renovación, ¿para
qué, si nos va tan bien? Aunque haya idiotas que se caen del guindo y piensen
que nos financiamos con las cuotas de los afiliados, nosotros vivimos en el
país de tocarse los cojones y esperar que lluevan las subvenciones. Y si
llueven, pues el agua entra en casa, qué vas a hacer.
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