Ni por asomo se les había ocurrido en mi
casa que el vástago menor de una familia proletaria e iletrada hubiera de
convertirse en un bachiller. Tenía, eso sí, la cabeza yo llena de pájaros,
comía letras y cenaba números, llevaba siempre un libro a un palmo de la jeta
que, para ellos, era un simple obstáculo a mi visión, un estorbo que me impedía
usar las manos en tareas más útiles. Pero ya se me pasaría la ventolera y, a lo
mejor, un día dejaba de ser un redomado inútil y me buscaba algo de provecho,
como mi hermano el mayor, que trabajaba en un taller, donde arreglaban motos y
bicis, de mecánico.
-
No sé qué haremos con este pequeño. – Decía mi padre sin molestarse en ocultar
ni su repugnancia hacia mí, ni su pestilente aliento. – El mayor salió hace un
par de años de la escuela con las cuatro reglas, vamos, lo justo, y ya está
ganándose la vida como un hombre en el taller del Severino, que me le da doscientas
pesetas a la semana, más de lo que gana un sargento chusquero. Y este gusarapo,
que tiene más leyes que un notario, no va a servir ni para tonto del pueblo.
Desde luego, no ha salido a mi familia.
Mi padre omitía decir para lo que había
servido él y yo me guardaba muy bien de recordárselo. Además, el muy vivo,
sableaba sin miramientos a mi hermano, más de la mitad del sueldo de éste se
convertía en “anticipos”, que mi padre se había anticipado a beber, trasegando
sin tregua en la barra de cualquiera de los ciento cincuenta bares que daban
esplendor a “la Perla del Pirineo”. Esta relación parasitaria y no otra cosa
era lo que desencadenaba los elogios de mi padre hacia su vástago el mayor.
De mi hermano Rosendo, que era un cabrito
en vías de rápido desarrollo, tendré ocasión de hablar más adelante. Volviendo
ahora a lo de mi ingreso en el bachillerato, propiciado por don Gregorio, mi
mentor, mi mecenas, mi auténtico tutor, el cual era considerado por los de casa
como “un señor muy bueno” que le había tomado cariño “al besugo este”, lo que,
entre paréntesis, denotaba que era algo panoli, el tal señor.
Y el tal señor, un día que iba tan
elegante que hasta chaleco se gastaba, bajo la americana gris con la que
consuetudinariamente embutía lo que más certero fuera llamar hemisferio que
barriga, se dejó caer por nuestra casa humilde y pobre como pocas.
Cloc, cloc, hizo el llamador de la
puerta, pues en nuestra morada, la energía eléctrica no había sido puesta
todavía al servicio de las visitas, y una pesada mano de latón sostenía una
pesada bola de latón que, al golpear sobre un remache de latón enclavado en el
paño de la puerta, hacía cloc, cloc, y entonces sabías que venía un cobrador y
tenías que salir a decirle que tu mamá no estaba en casa, que no sabías cuándo
iba a volver y que si quería dejar algún recado. El hecho de saber que se
trataba de algún cobrador no presuponía ningún mérito detectivesco: en aquella
época confiada, el pestillo de la puerta, la llave, o ambas cosas, estaban
siempre por fuera y una genuina visita solía servirse ella misma de abrir,
asomándose y gritando a voz en cuello:
-
¡Nacletaaa! ¿Se pué pasaar?
Por tal motivo, el día de autos (don
Gregorio había venido en coche), salí a abrir la puerta y solté a bocajarro:
-
¡Mi mamá no está en casa! ¡No me ha dejau dicho cuándo golverá! ¡Si quié ustez
dejar algún recau…!
Don Gregorio, apabullado por este
despliegue de cazurrería, se limpió la saliva que la andanada le había dejado
sobre los belfos y yo me quedé patidifuso.
- Don Gre… Don Gri… ¡Don Groguerio!
-
Hola chaval, ¿cómo va eso? – Y después de una pausa: – Hay veces que no acierto
a explicarme cómo eres tan despierto, ¿cómo demonios sabes que venía a hablar
con tu madre?… Vaya, pero si no está… Lo mismo puedo pasarme otro rato; es que
me parece que lo que he de decirle es algo importante. Tendría que entablar una
conversación bastante seria y puede que un poco larga con ella, no es algo que
me puedas solucionar tú. Bueno, como no está, ya me daré una vuelta más tarde.
-
No… Sí, digo sí que está, acaba de volver ahora mismo, hace un momento y…
-
Bueno, pues entonces… ¿Puedo pasar?
-
Ha vuelto como de repente, sin yo darme cuenta y no sé cómo habrá entrado,
porque no ha hecho nada de ruido…
Como un solípedo cabezota, empeñábame yo en
darle explicaciones al buen señor y, en éstas, no me apartaba de la puerta,
para que su sólida humanidad penetrar pudiera en el humilde recinto que nos
albergaba. También me daba una vergüenza espantosa el que se apercibiera de la
precaria rusticidad de nuestro patrimonio, enseres, mobiliario y ajuar.
Transcurridos un par de embarazosos minutos, don Gregorio abortó un gesto de
impaciencia y cambió de estrategia.
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